EL OCIO FESTIVO EN GRECIA Y EN ROMA ANTIGUAS
I. CONCURSOS PÚBLICOS GRIEGOS
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Introducción
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Concursos deportivos. Los Juegos Panhelénicos.
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Concursos teatrales.
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Otros concursos en los Juegos públicos griegos.
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Supresión de los Juegos y restauración de los mismos en época moderna.
II. JUEGOS PÚBLICOS ROMANOS (LUDI ROMANI)
1. Introducción Ludi Romani.
2. Clases de Juegos.
♦ Juegos del Circo (Ludi Circenses)
♦ Combates de gladiadores (Munera gladiatoria).
♦ Venationes.
♦ Naumaquias.
♦ Representaciones teatrales (Ludi scaenici)
3. Premios de los ganadores en los Juegos.
4. Desaparición de los Juegos romanos.
I. CONCURSOS PÚBLICOS GRIEGOS
1. Introducción
En Grecia, los concursos deportivos fueron muy celebrados entre los ciudadanos, constituyendo un fenómeno social de primer orden. Lo mismo sucedió con los concursos teatrales, especialmente, en la Atenas de Pericles. Los Juegos Griegos tuvieron su origen en los diversas competiciones que se celebraban en los funerales de personajes importantes, del tipo de las que organizó Aquiles en el campamento griego en Troya en honor de Patroclo, muerto por el troyano Héctor en el asedio de esta ciudad, las cuales se relatan en el canto XXIII de la Ilíada, de Homero, comprendiendo, en esa ocasión, una lucha entre dos mirmidones del ejército de Aquiles, una carrera de carros, otra a pie y concursos de lanzamiento de peso y de jabalina. Posteriormente, el programa competitivo de los concursos públicos se fue perfilando en las polis que los organizaron, y, hasta la época helenística, en la que perdieron en gran parte su carácter religioso, estuvieron relacionados con algún culto o santuario dedicado a un dios o a un muerto heroizado, en cuyo honor se celebraban también, generalmente, procesiones y sacrificios. En Olimpia, desde la primera mitad del siglo VII a. C., los Juegos públicos duraban siete días, de los que tres se dedicaban a los agones deportivos, los cuales se iniciaban con las carreras de carros y otras pruebas ecuestres, se continuaba con el pentatlón (estadio, lucha, salto de longitud, lanzamiento de disco y lanzamiento de jabalina), seguían los agones luctatorios (lucha, pugilato y pancracio) y, finalmente, se celebraban las pruebas de velocidad (estadio, díaulo y dólico). La hoplitodromía fue introducida bastante más tarde.
La gran atracción que ejercieron los Juegos en los ciudadanos se debió, sin duda, al papel fundamental que desempeñó la gimnasia en la educación de los mismos, la cual practicaban desde los 12 años, en la palestra y en el gimnasio, casi exclusivamente los hijos de las familias acomodadas en los primeros siglos, y con la que pretendían conseguir el ideal de perfección recogido en el καλὸς καὶ ἀγαθός, o, lo que es igual, el desarrollo completo y equilibrado del hombre, en el plano físico y mental, con la práctica deportiva. En esos siglos, por tanto, el deporte para los griegos -con excepción de los espartanos, que se sirvieron de él, desde el siglo VII, al menos, para proporcionar a los ciudadanos, desde los siete años, una excelente preparación para la guerra-, no constituía un simple entretenimiento y tampoco era un deporte de alta competición. La gran fama, sin embargo, y popularidad que conseguían los ganadores en las diferentes pruebas de los Juegos Panhelénicos así como su familia y las polis de donde procedían, hizo que desde mediados del siglo V a. C. se tendiera poco a poco al atletismo profesional, practicado cada vez más desde temprana edad por atletas seleccionados, los cuales eran entrenados para obtener el triunfo en las pruebas en las que participaran.
2. Concursos deportivos. Los Juegos Panhelénicos.
2.1. Lugar de celebración.
La mayor parte de las polis organizaban cada año concursos deportivos, algunos de los cuales alcanzaron especial notoriedad, como los Juegos Anfictiónicos, celebrados por una federación de ciudades (Anfictionía), en los que sólo participaban ciudadanos de la misma. Este fue el caso, por ejemplo, de los Juegos organizados en la isla de Delos, en honor de Apolo, o los de Éfeso, en honor de Artemisa. También fueron muy famosos, entre otros, las Grandes Panateneas, creadas en Atenas el año 556 a. C. por el tirano Pisístrato en honor de Palas Atenea, en algunas de cuyas competiciones deportivas participaban sólo ciudadanos atenienses, mientras que otras estaban abiertas a todos los griegos. Los únicos Juegos, sin embargo, a los que los griegos les reconocieron categoría de “nacionales” fueron los Juegos Panhelénicos, los cuales desde el siglo VI a. C. congregaron a deportistas y espectadores de todo el mundo helénico. En orden de mayor a menor importancia, fueron estos:
- Olímpicos: Se celebraban cada cuatro años en el Santuario de Olimpia, en la región de Fócide, en honor de Zeus en los meses de julio-agosto. Estos Juegos fueron los más famosos y concurridos, lo cual motivó que los griegos generalizaran el cómputo del tiempo por olimpiadas, tomando como referencia la primera de ellas, celebrada en 776 a. C.
- Píticos: Los Juegos Píticos fueron instaurados, igual que los Ístmicos y Nemeos, aproximadamente dos siglos después que los Olímpicos. Tenían lugar en el mes de agosto, también cada cuatro años (el anterior a la celebración de los Juegos olímpicos), en el santuario de Delfos, en honor de Apolo, que había dado muerte a la serpiente Pitón, guardiana de un pequeño santuario anterior consagrado a Gea.
- Istmicos: Se celebraban cada dos años (en el segundo y cuarto de cada Olimpiada), en abril-mayo, en honor de Poseidón, en el Istmo de Corinto, a 7 km. de esta ciudad.
- Nemeos. Se celebraban a mediados de julio en el santuario de Zeus-Nemeo, a unos 30 km. al noroeste de Argos, y, como los anteriores, tenían una periodicidad de dos años.
2.2. Organización.
La “Tregua Sagrada”(Έκεχειρία).
Unos meses antes de que comenzaran los Juegos, las polis organizadoras enviaban mensajeros oficiales (espondóforos) por toda la Hélade para atraer visitantes a ellos y proclamar la “Tregua sagrada”, la cual, al parecer, no implicaba la suspensión de todos los conflictos bélicos entre las polis, pero sí era una especie de salvoconducto que aseguraba la inviolabilidad de los deportistas y de los espectadores durante el proceso de los Juegos y garantizaba su celebración. La trasgresión de la “Tregua Sagrada” conllevaba sanciones severas.
Atletas y espectadores.
En los Juegos panhelénicos, podían competir y asistir como espectadores todos los hombres libres, de raza griega y que fueran ciudadanos de pleno derecho. A partir de la época helenística y, sobre todo, después de la conquista de Grecia por los romanos, dichos juegos estuvieron abiertos a toda clase de atletas y de público. En los primeros siglos, solicitaban competir en ellos, a título individual, aquellos atletas que se habían entrenado en la palestra y en el gimnasio y se consideraban convenientemente preparados al respecto, lo cual debía ser confirmado por los helanodicas. Pero, cuando el atletismo empezó a “profesionalizarse” (desde mediados del siglo V a. C.), el deporte de competición fue practicado cada vez más por atletas de condición humilde, la mayoría de ellos. Las carreras ecuestres, en cambio, tuvieron siempre un carácter aristocrático, ya que, para poder concursar en ellas, había que poseer excelentes caballos, aurigas, etc., lo cual conllevaba elevados gastos, que sólo los ricos podían asumir. Por lo que respecta a las mujeres, al principio podían participar en los Juegos públicos como espectadoras, separadas de los hombres, e incluso competir en ellos, cosa que debieron de hacer (en Olimpia, al menos) casi exclusivamente las jóvenes espartanas, que recibían desde niñas una educación física similar a la de los varones, tal como se desprendería por la cita del historiador y geógrafo griego Pausanias en la que se menciona el triunfo logrado por la espartana Cynisca en la prueba atlética en la que participó: “Yo, Cynisca, descendiente de los reyes de Esparta, coloco esta piedra para recordar la carrera que gané con mis rápidos pies, siendo la única mujer de toda la Hélade en hacerlo” (VI, 20, 9). Posteriormente, cuando los atletas empezaron a competir desnudos (a partir de la 14 Olimpiada, 716 a.C.), se prohibió la entrada a los Juegos a las mujeres casadas, aunque sí podían participar en ellos como propietarias de carros. Por otra parte, cuando los Juegos adquirieron un carácter más competitivo, las jóvenes debieron de dejar de competir con los varones, participando solo en los Juegos Hereos, exclusivamente femeninos, que se celebraban en Olimpia en honor de Hera cada cuatro años, también. En ellos las atletas realizaban como única prueba, vestidas generalmente con una túnica corta, la carrera del estadio, aunque algo más corta que la de los atletas: unos 160 m, frente a los 190 m de los varones. Las vencedoras recibían como premio una corona de ramas de olivo, igual que los vencedores de los Juegos Olímpicos, y una granada, símbolo de fertilidad y atributo de Hera.
Los espectadores eran personas de diferente extracción social: embajadores oficiales de las distintas polis; pensadores, escritores y artistas, que ofrecían allí sus producciones; magos y acróbatas; y gentes procedentes de todas partes del mundo griego que podían y no querían perderse un acontecimiento de estas características. Dichos juegos eran, por tanto, la ocasión ideal para que todos ellos tomaran conciencia de su identidad cultural y de pertenecer a un mismo pueblo con los mismos dioses y la misma civilización, por encima de las variantes regionales. A algunos les brindaban, además, una buena oportunidad para sellar acuerdos y para adquirir o vender productos varios.
Los Helanodicas (Έλλανοδίκαι).
Los Helanodicas eran los jueces oficiales en Olimpia -10, desde 472 a. C.-, que se encargaban de inspeccionar las instalaciones deportivas, seleccionar e inscribir a los atletas, según el deporte y la categoría a la que pertenecían, vigilar su entrenamiento el mes anterior a la celebración de las pruebas atléticas y el desarrollo de estas e imponer sanciones a los infractores de las reglas por las que se regían estos juegos. Ellos eran también los encargados de proclamar a los vencedores de los diferentes concursos deportivos. Eran elegidos para este cargo diez meses antes de la celebración de la Olimpiada y cesaban a la finalización de la misma, aunque podían ser reelegidos en la siguiente. En las demás sedes panhelénicas, cabe pensar que habría también jueces que desempeñarían funciones similares en la celebración de sus juegos respectivos.
El Agonoteta (Άγωνοθέτης ).
El Agonoteta era el organizador y presidente de los concursos deportivos en las polis en las que estos tenían lugar. Los gastos que conllevaban corrían a cargo del tesoro público y, en época clásica al menos, del propio agonoteta, el cual, por lo mismo, era un ciudadano rico. Él entregaba también los premios a los vencedores. Terminados los Juegos, debía rendir cuentas del uso del dinero que se le había entregado para la organización de los mismos.
Preludios de los agones deportivos.
Los Juegos comenzaban con un sacrificio solemne ofrecido a la divinidad o al héroe en cuyo honor se celebraban, finalizado el cual, el agonoteta los declaraba abiertos. Antes de que empezaran las competiciones, un heraldo hacía la presentación de los atletas pronunciando en voz alta su nombre y el de su ciudad. A continuación, se sorteaba, en presencia del agonoteta, la composición de las diferentes pruebas, ubicación de los concursantes en la línea de salida, en el caso de las carreras, etc., tras lo cual los atletas realizaban los pertinentes ejercicios de precalentamiento, como ocurre en la actualidad. Terminado este, los participantes en las diferentes pruebas ocupaban el lugar correspondiente en el estadio, tal como se indica en la descripción de cada una de las ellas. En las carreras, los atletas se colocaban en la línea de salida (balbis), hecha de lastras de piedra, con acanaladuras transversales, y, cuando el heraldo daba la señal en voz alta y caía al suelo la cuerda tensa que había delante de ellos mediante un ingenioso dispositivo, llamado hysplex, iniciaban la carrera. Si eran muchos los concursantes, se organizaban series eliminatoria entre ellos, también según sorteo previo, hasta que quedaban los justos para competir en la final. Para paliar la excesiva disparidad entre los concursantes, a partir del siglo V a. C. se establecieron estas tres categorías: andres –mayores de 18 años-, agenoi –de 15 a 17 años- y paides –de 12 a 14 años-. Las pruebas realizadas por los atletas de las dos últimas categorías eran menos duras que las de los adultos.

2.3. Modalidades de los concursos deportivos:
♦ Agones atléticos
Se realizaban en el Estadio y comprendían las pruebas siguientes:
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Carrera atlética Estadio: Fue la carrera principal y más antigua, y consistía en correr un largo del estadio (192,28 m en Olimpia). Esta carrera, de gran prestigio entre los griegos, fue la única prueba de velocidad que se realizó en las trece primeras Olimpiadas, por lo que el ganador de la misma, en Olimpia, daba su nombre a la Olimpiada. Cuando se incluyeron otras carreras después, ésta se corrió en primer lugar y durante mucho tiempo fue considerada como la prueba reina de los Juegos. El vencedor en la misma era, por otra parte, el encargado de encender el fuego sagrado en el altar de Zeus, de donde procede la actual costumbre, desde los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, de encender una antorcha en Olimpia y llevarla desde allí a la ciudad donde se vayan a celebrar los mismos.
- Díaulo. El diaulo o doble estadio se introdujo en los Juegos Olímpicos de 724 a. C., y consistía en correr dos largos del estadio (cerca de 4000 m), efectuando los atletas el giro de
Carrera con armas vuelta en el poste de piedra que había al fondo del mismo. En la Olimpiada 15 (720 a.C.), uno de los atletas que participó en esta prueba (el espartano Acantos, según Filóstratos, y, según Tucídides y Pausanias, Orrhippos de Mégara), corrió sin el ceñido pantaloncito tradicional minoico, totalmente desnudo. A partir de entonces, se hizo habitual la desnudez completa de los atletas.
- Dólico: Era la carrera de fondo, en la que se corrían al principio ocho estadios, que fueronaumentados con el paso del tiempo hasta llegar a los veinticuatro (4.500 metros, aproximadamente). Incluida también, por primera vez, en la Olimpiada 15 (720 a.C.), esta prueba recuerda, según Filóstratos, la institución de los corredores-mensajeros, los cuales
Salto de longitud procedían, sobre todo, de la región de Arcadia y tenían la misión de transmitir a las polis a las que les afectara las declaraciones de guerra o de paz, las propuestas de tregua o las de alianza, etc., efectuadas por la/s polis que podía/n y deseaba/n hacerlo. Dicha función debía realizarse únicamente a pie.
- Hoplitodromía. Esta carrera, considerada como preparación ideal para la guerra, se corrió por primera vez en los Juegos Nemeos y, posteriormente, en los Juegos Olímpicos y en los Píticos. En ella se efectuaba el mismo recorrido que en el díaulo, pero llevando el atletapuestas las armas defensivas de un hoplita: yelmo, coraza, espada y glebas, al principio, y después, sólo yelmo y coraza
- Salto de longitud. El salto de longitud no existía como prueba independiente, sino como parte integrante del pentatlón. La efectuaba el atleta llevando una pesa (altera) de piedra o
Lanzamiento de disco de metal (preferentemente, plomo) en cada mano, de entre uno y cinco kilos de peso y de doce a diecinueve centímetros de diámetro, según la categoría del concursante, con las que éste conseguía dar mayor impulso y alargar su salto. Probablemente el atleta se lanzaba desde el balbis y caía sobre un piso blando y aplanado (skamma). El salto era válido sólo cuando las huellas de los pies quedaban claramente impresas en el suelo y a la misma altura aproximadamente ambas.
- Lanzamiento de disco. En los Grandes Juegos panhelénicos, esta prueba se realizaba formandotambién parte sólo del pentatlón. Este fue uno de los deportes favoritos de los grieg os, el cual exigía gran elasticidad, potencia y rapidez. Al principio, debieron de lanzarse piedras y, después, discos de metal (a partir del s. V a. C., de bronce), de forma lenticular, gruesa en el centro y con los bordes delgados. Su tamaño y peso (entre 1,3 y 4 kg) dependía de la edad y categoría de los atletas. El lanzamiento del disco se realizaba desde el balbis dentro de un espacio limitado por delante y por los lados, que no se debía rebasar. El disco (más pesado que el actual, que es de 1,293 kg,) se frotaba con arena para que no
Lanzamiento de Jabalina resbalara entre los dedos.
- Lanzamiento de jabalina. La jabalina era un arma de uso corriente en la guerra y en la caza. La jabalina deportiva era de pino, olivo o tejo y tenía aproximadamente la longitud de la altura del lanzador. En su centro de gravedad, llevaba enrollada una correa de cuero, de entre 35 y 45 cm de longitud, la cual terminaba en una lazada, en la que el lanzador introducía los dedos índice y medio de su mano, lo cual permitía a aquél duplicar o triplicar el alcance de la misma. Al parecer, para que el tiro fuera válido, debía clavarse en el suelo al caer. El límite de los movimientos del lanzador de la jabalina debió de ser también la línea del balbis.
- Pentatlón: Se introdujo después de la 18ª Olimpíada (708 a.C.), y constaba de cinco pruebas: estadio, lucha, salto de longitud, lanzamiento de disco y lanzamiento de jabalina. Con esta prueba se coronaba al atleta completo, que alcanzaba por ello un enorme prestigio entre los griegos. Al parecer, para ser proclamado vencedor en pentatlón, el atleta tenía que haber ganado al menos tres de las cinco pruebas que lo integraban.
En los agones atléticos, no figuraron las pruebas de natación, deporte al que los antiguos griegos no le debieron de dar importancia alguna, a pesar de ser un pueblo netamente marinero, ni el salto de altura ni la famosa carrera de Maratón. Esta prueba fue introducida en los modernos Juegos Olímpicos por consejo del profesor de la Sorbona, de París, Michel Barral, amigo de Pierre de Coubertin. En un principio, constaba de 40 kilómetros, que fue la distancia aproximada que recorrió el griego Filípides desde la llanura de Maratón hasta la ciudad de Atenas, para anunciar a los que habían quedado en ella el brillante e inesperado triunfo obtenido en dicha llanura por los atenienses sobre los persas, cayendo muerto tras decirles: NENIKÉKAMEN! (¡Hemos vencido!). Desde 1908, la citada distancia es de 42,195 kilómetros, debido a que el Príncipe de Gales, celebrándose ese año los Juegos Olímpicos en Londres, quiso dar la salida a los participantes en la Maratón desde el balcón de su palacio, por lo que éstos tuvieron que recorrer entonces esos kilómetros, que había desde allí hasta el estadio de Shepherds Busch. Dicha prueba fue sólo masculina hasta los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, de 1984, en los que fue introducida también, por primera vez, la Maratón femenina.
·♦ Agones luctatorios.
Se efectuaban en la parte del estadio denominada skamna, y los integraban estas pruebas:
- Lucha. Fue la menos brutal y más popular de las pruebas pesadas o de fuerza. Se desarrollaba en un espacio del estadio con el suelo blando (skamma), preparado ad hoc, como ocurría en el salto de longitud.

Los enfrentamientos se hacían por parejas, conforme al sorteo realizado previamente. En la lucha, resultaba vencedor el atleta que conseguía derribar por tierra tres veces a su adversario, de forma que su cuerpo tocara el suelo con la espalda, el hombro o la cadera, manteniéndose él de pie, ya que, en caso contrario, no se le contaba como bueno dicho derribo. Para lograr su objetivo, se permitía a los luchadores coger las manos, los brazos y el cuello del adversario y abrazar su cuerpo para intentar hacerle perder el equilibrio. También se les permitía, según parece, poner la zancadilla al contrincante, pero no cogerlo por las piernas. Cabe suponer que los atletas ágiles, rápidos de reflejos y hábiles en la aplicación de llaves y presas de la época clásica darían paso poco a poco a luchadores corpulentos, de movimientos lentos, que derribaban a sus adversarios sobre todo con la fuerza bruta y el peso de su cuerpo.
- Pugilato. El pugilato es el precedente de nuestro actual boxeo. Por múltiples pinturas murales y relieves conservados de Creta y deMicenas, se desprende que era practicado ya en el segundo milenio antes de Cristo. Fue introducido en la 23 Olimpiada (688 a. C.).

Al principio, los púgiles combatían con los puños desnudos o cubiertos con un suave vendaje, el cual, a primeros del siglo IV a. C., fue sustituido por una especie de guantes, probablemente de cuero, que dejaban los dedos al descubierto y cubrían el puño y gran parte del antebrazo, siendo fijados a las muñecas y al antebrazo con una especie de brazalete de piel de carnero. Un ancho anillo formado por cinco capas superpuestas, también de cuero, reforzaba aún más los puños de los púgiles, con lo que sus golpes tenían una gran contundencia. Las parejas de púgiles se formaban por sorteo, y combatían en un lugar bien visible del estadio. Al no haber un espacio acotado, como nuestro moderno ring, no se propiciaba el combate cuerpo a cuerpo, sino la táctica y el juego de piernas. En el pugilato tampoco había rounds, por lo que se combatía hasta que uno de los púgiles, lastimado por los golpes recibidos o agotado a fuerza de perseguir en vano a su adversario, reconocía su derrota levantando el brazo.
- Pancracio. El pancracio, mezcla de lucha y de pugilato, era similar, en parte, a la moderna lucha libre y el agón más violento y brutal.

No estaba incluido en la educación general gimnástica. En Esparta, estaba prohibida su práctica por las leyes de Licurgo. A pesar de su dureza, los griegos lo consideraban menos peligroso que el pugilato. Se incluyó, por primera vez, en la Olimpiada 33 (648 a.C.) y llegó a ser bastante popular, a partir, sobre todo, del siglo IV a. C., aunque menos que las otras dos modalidades de lucha. Los pancratistas procedían principalmente de regiones atrasadas, como Arcadia y Tesalia. En el pancracio estaba permitida toda clase de llaves y de golpes, puntapiés en el estómago o en el vientre, torsión de miembros, estrangulaciones, etc. Sólo se prohibía morder al adversario y meterle los dedos en los ojos y en la nariz. Los combates se desarrollaban en el estadio sobre tierra blanda, la cual se regaba con agua antes del combate, lo que daba a éste un atractivo añadido al combatir los pancratistas cubiertos de barro de pies a cabeza. Al final del combate, era bastante corriente que los púgiles terminaran con algún miembro dislocado o roto, magullados, desfallecidos y alguno de ellos, incluso muerto.
♦ Agones hípicos.

Tenían lugar en el hipódromo, y de sus dos modalidades, carrera de carros y carrera de caballos, la primera fue la competición deportiva preferida para los griegos por la espectacularidad y vistosidad de la misma. Los carros utilizados en dicha carrera eran de dos ruedas y de tamaño reducido, y tenían una plataforma, ligeramente inclinada y abierta por detrás, sobre la cual el auriga efectuaba, de pie y vestido con una túnica, el recorrido de la pista, blandiendo un látigo en la mano derecha, con el que fustigaba a los caballos, y sujetando las riendas con la izquierda, las cuales cortaba con un cuchillo, en caso de accidente El carro podía ser tirado por dos caballos (biga) o por cuatro (cuadriga), en cuyo caso se colocaba en la parte exterior el más veloz y, en la interior, el que respondiera mejor a las órdenes del auriga. Como la posición de los carros y caballos en la salida de la carrera se hacía por sorteo, para contrarrestar a los carros o caballos que salían por fuera, se utilizaba un ingenioso dispositivo que regulaba dicha salida. (ver Actos preliminares y desarrollo de la carrera de carros en Roma) El inicio de ésta se anunciaba a los espectadores levantando un águila de metal que había sobre el altar. El momento más peligroso de la carrera de carros era cuando los caballos realizaban a toda velocidad un giro de 180 grados en torno al mojón de piedra que había en los extremos de la pista, el cual había que salvar pasando lo más cerca posible de él, pero sin tocarlo, pues esto causaba aparatosos accidentes al carro que sufría el percance y a los que iban pegados a él, como se describe en Electra de Sófocles: “… Al despuntar el sol del día siguiente, salió Orestes a la arena con su carro para competir en rápida carrera junto con otros nueve contendientes: uno era aqueo, otro de Esparta, dos de Libia, maestros en el arte de uncir carros y, en medio de esos dos, iba Orestes con sus yeguas de Tesalia; el sexto venía de Etolia con potros alazanes y el séptimo era un hombre de Magnesio; Enián de nacimiento era el octavo, con caballos blancos; el noveno era de Atenas, construida por los dioses, y un beocio cerraba la carrera guiando el carro décimo. Preparados donde la suerte los había colocado, a la voz de la broncínea trompeta los caballos se lanzan a la carrera y los aurigas sacuden las correas dando gritos. Los carros retumbantes atronaban el ruedo y una nube polvorienta se eleva de la arena; los gritos se entremezclan y los aurigas emplean a menudo el látigo para alcanzar, primero, las ruedas del contrario y, después, para adelantar sus relinchantes yeguas, salpicando los potros sus lomos y los carros mientras giran. Oreste iba al filo de la estela y casi la rayaba con su rueda y, al llegar a la curva, le dejaba al caballo derecho rienda suelta y refrenaba al de dentro (ver ), haciéndolo girar rápidamente. Los carros se mantuvieron incólumes hasta la sexta curva, pero, al coger la séptima, los potros del eniano desbocados arrollan frontalmente el carro que conducía el Barceo???, produciéndose entonces una múltiple catástrofe: los troncos y las bestias chocaban entre si y la arena de Crisa iba llenándose de un naufragio de carros y caballos. El auriga ateniense se da cuenta a tiempo y, tirando de las bridas hacia afuera, desvía sus corceles para evitar el caos caballar. Orestes, por su parte, mantenía sus potras retrasadas, poniendo su esperanza en el final; mas, cuando ve que solo el ateniense y él se mantenían indemnes, restalla su látigo cerca de las orejas de sus ágiles yeguas y va tras aquel dándole pronto alcance. Ambos yugos corren ya parejos y, por momentos, las cabezas de uno aventajan al otro y, al momento siguiente, se adelantan las del otro. Valiente y diestro avanzaba Orestes completando las vueltas limpiamente; pero, al llegar a un giro, suelta riendas del lado de la izquierda, justo mientras la yegua del interior daba la vuelta, chocando entonces la rueda de su carro con el borde de la estela. Roto el eje por la mitad, Orestes cae por el borde del pescante enredado en las correas y sus yeguas desbocadas lo arrastran por la pista. Los tendidos gritaban lamentando la suerte negra del muchacho aquel, que, tras tantas proezas, acababa su vida sobre el suelo de la arena. Iba él dándose golpes contra el suelo, a veces, boca abajo y, otras veces, con las piernas hacia arriba, hasta que, al fin, pudieron los cocheros detener la carrera de sus yeguas, y, cuando consiguieron desatar su cuerpo ensangrentado, ni un amigo habría sido capaz de atestiguar que aquel amasijo de órganos y vísceras era el cadáver del maltrecho Orestes…”
Respecto a la distancia que se corría en cada carrera, Píndaro en sus odas menciona varias veces la carrera de carros de “las doce vueltas”, lo que nos hace pensar que, tratándose del hipódromo de Olimpia, recorrerían alrededor de 9 Km. (12 x 750, aprox.), siempre que cada vuelta comprendiera los dos sentidos o largos de la pista. El premio de la carrera se le otorgaba no al auriga sino al dueño de la cuadriga ganadora. A pesar de esto, algunos de ellos fueron cantados por los poetas y los dueños de los caballos les erigieron estatuas en agradecimiento por haberles deparado el triunfo.
De las seis pruebas hípicas en los Juegos Panhelénicos, sólo dos eran carreras de caballos montados. En las Panateneas, en cambio, las carreras de caballos ocuparon un lugar preferente. Traspasada la meta en la última vuelta, era declarado vencedor el caballo que la rebasaba primero, llevara el jinete encima o no.

2.4. Premios:
Los vencedores en las diferentes pruebas deportivas recibían como premio el último día de los Juegos, ante numeroso gentío, una corona de olivo en Olimpia, de laurel, en Delfos, de apio, en Corinto, y de apio fresco, en Nemea. Después de ser coronados, tenía lugar un banquete ofrecido en su honor por la polis o anfictionía organizadora de los mismos. También sus nombres quedaban grabados en los pedestales de las estatuas votivas del santuario y adquirían el derecho de erigir estatuas propias en el lugar donde hubieran triunfado, las cuales, después de tres victorias, podían ser estatuas-retrato.
Cuando regresaban a su ciudad patria, los ganadores de las diferentes pruebas hacían una entrada triunfal en ella, en un carro tirado por cuatro caballos blancos, por una brecha abierta en la muralla, cubiertos con un manto de púrpura y aclamados por todos sus conciudadanos. Aparte de esto, en muchos casos, las polis concedían a sus atletas vencedores en los Juegos recompensas en metálico o en especie e importantes privilegios. Algunos de ellos contaron también con poetas famosos, los cuales ensalzaron en bellos cantos corales, que se entonaban en dichos desfiles, sus gestas deportivas y el rancio abolengo de su familia, así como los orígenes gloriosos de la ciudad en la que habían nacido. Uno de estos poetas fue el beocio Píndaro (ca. 518 a.C.), del que se han conservado, entre otras producciones, cuatro libros de Epinicios, en los que, además de elogiarse a los atletas ganadores en los Juegos, su linaje y su ciudad, se exalta sobre todo el triunfo de lo bello y lo bueno sobre la mediocridad. Esto sucedió en los primeros siglos, antes de que el deporte empezara a “profesionalizarse”.
3. Concursos teatrales.

El teatro -en sus tres modalidades, Tragedia, Comedia y Drama satírico- fue tan popular en Grecia como las competiciones deportivas y desempeñó una función educativa importante entre los ciudadanos, especialmente la Tragedia. Los encargados de su organización y desarrollo fueron el arconte epónimo y el arconte rey, los cuales designaban al “corega” -ciudadano rico, que se cuidaba de reclutar, mantener y equipar los coros trágicos y los cómicos-, y elegían a los tres poetas trágicos y a los tres cómicos de entre los que se hubieran presentado al concurso. Los ganadores del mismo recibían una sencilla corona de hiedra. Dos días después de las representaciones, el pueblo, reunido en el teatro, valoraba la gestión realizada, al respecto, por los citados arcontes.
En Atenas, la entrada a las representaciones -que se efectuaban de la salida a la puesta del sol-, fue gratuita al principio, pero después se empezó a cobrar dos óbolos, los cuales, a partir de Pericles, pagó el Estado a los ciudadanos menos favorecidos. Las mujeres, marginadas en el plano político y, en gran parte, en el social, podían asistir al teatro (si bien, las de la clase social alta o acomodada sólo lo hacían cuando se representaban Tragedias), pero no actuar en él como actrices, por lo que sus papeles los interpretaban hombres. Los esclavos fueron los únicos que tenían prohibida la entrada al teatro.

Dado que los papeles principales, en la Tragedia y Drama satírico, eran representados por un escaso número de actores (dos, en las obras de Esquilo, y tres, en las de Sófocles y Eurípides), y que las mujeres no podían participar como actrices, los griegos tuvieron que recurrir al uso de máscaras, pelucas y vestidos, con los que los espectadores conseguían identificar fácilmente a los personajes representados. En las máscaras de la Comedia, se solían exagerar los gestos burlescos y los rasgos cómicos de los mismos, mientras que las de la Tragedia muestran gestos serenos y grandiosos, especialmente si los actores que las llevaban representaban a algún dios o a un héroe. En este caso, además, calzaban (en época helenística, al menos) altos coturnos -especie de zuecos-, con suela gruesa de corcho y tiras de cuero, con los que se resaltaba su rango y dignidad. Las máscaras, por otra parte, servían para amplificar y proyectar mejor la voz de los actores hacia los espectadores sentados en la cávea. Por lo que respecta a los vestidos, en la Comedia había gran libertad para elegir la ropa, predominando en ella los colores vivos y desenfadados, mientras que en la Tragedia el vestuario y su colorido eran más convencionales.
Así, los personajes que representaban a dioses, héroes, etc., vestían el himation, prenda larga de lana, de color claro, y de forma rectangular, ceñida en la cintura por un cinturón, y los reyes llevaban además, sobre él, una clámide, de color púrpura, distintivo de la dignidad real, mientras que los actores secundarios solían vestir el quitón, ceñido también por un cinturón, de lino o de lana y de color oscuro, que era el habitual de la ropa de le gente corriente, con el que se disimulaba mejor la suciedad. El color negro se usaba para significar o resaltar el luto o el dolor.
La calidad de los textos, por otra parte, y la excelente puesta en escena de los mismos, en la que se incluía música y danza, así como la escenografía, atrezzo y tramoya pertinentes conformaban un espectáculo que apasionaba al público que acudía a las representaciones, especialmente en la Atenas de Pericles.

4. Otros concursos en los Juegos públicos griegos.
Aparte de los concursos mencionados antes, en los Juegos griegos tenían lugar también concursos musicales, poéticos y artísticos. Desde el siglo VII a. C., se registran en Delfos recitaciones rapsódicas y concursos de cítara y de una especie de oboe doble (aulós), y, más tardíamente, concursos dramáticos y poéticos. En Beocia, sobre todo, la música ocupó un papel importante en la educación, lo cual contribuyó a que afloraran las escuelas musicales por toda la región y a que, en los Juegos Píticos, al menos, los concursos musicales, junto con los dramáticos y poéticos, tuvieran durante mucho tiempo un gran predicamento, superior al de los de los concursos deportivos.
5. Supresión de los Juegos y restauración de los mismos en época moderna.
En el año 393 d. C., el emperador Teodosio, que había declarado unos años antes el cristianismo religión oficial del Estado, prohibió los Juegos Olímpicos por su carácter pagano. Quince siglos después, en 1894, el francés Pierre de Fredy, barón de Coubertin, deportista, pedagogo y gran admirador de la cultura griega, se propuso restaurar las Olimpiadas para revivir entre los jóvenes los antiguos ideales de la παιδεια (paideya) griega a través del deporte.

Para ello, el 23 de junio de ese año se creó, a instancias suyas, el Comité Olímpico Internacional (C.O.I.), y, en 1896, tuvieron lugar en Atenas los primeros Juegos Olímpicos de época moderna, en los que se excluyó a las mujeres por expresa indicación, al respecto, de Pierre de Coubertin, el cual sostenía que la participación de las mujeres en ellos debía limitarse a coronar a los vencedores. A pesar de esto, en los JJ.OO. de París de 1900, se les permitió competir en las categorías de golf y de tenis, y en los de San Luis, cuatro años después, también en tiro con arco. Para conseguir una mayor participación de las mujeres en los JJ.OO., la también francesa Alice Milliat impulsó la creación, en 1921, de la Federación Internacional Deportiva Femenina (F.I.D.F.), la cual organizó unos Juegos Mundiales Femeninos en 1922 en París y en 1926 en Goteborg. Quizá, por ello, en los JJ.OO. de Amsterdam de 1928, se permitió también la participación femenina en atletismo, aunque sólo en las pruebas de 100 m, 800 m y salto dealtura.

Así y todo, la F.I.D.F. siguió organizando sus propios Juegos, en 1930 en Praga y en 1934 en Londres. Ante esto, el C.O.I. tuvo que claudicar definitivamente a las reivindicaciones femeninas. Disuelta la F.I.D.F., la participación de las mujeres en los JJ.OO. fue aumentando con el paso del tiempo gracias a sus conquistas en la igualdad de derechos con los hombres, a las medidas emanadas del propio C.O.I. y a la presión de los Organismos internacionales para eliminar las barreras existentes en relación con la práctica deportiva de las mujeres. De este modo, de su nula participación en los JJ.OO. de Atenas, en 1896, se llegó a una práctica igualdad respecto a los hombres en los JJ.OO. de Londres de 1912. Desde su restauración en 1896, los JJ.OO. se han venido celebrando en diversas ciudades cada cuatro años, excepto en 1916, 1940 y 1946, debido a la primera y a la segunda Guerra Mundial. Los cinco aros de la bandera olímpica representan los cinco continentes, y el lema de los juegos que figura también en ella es: “Citius (más deprisa), altius (más alto), fortius (más fuerte)”.
II. JUEGOS PÚBLICOS ROMANOS (LUDI ROMANI)
1. Introducción.
A diferencia de los Juegos griegos, que tuvieron un carácter competitivo y fueron un fiel reflejo de la experiencia colectiva de las polis hasta la época helenística, al menos, en la que éstas perdieron su idiosincrasia y el espíritu que las había animado, en los Juegos romanos predominó la faceta de espectáculo y entretenimiento, tal como refleja el término “ludi” (ludus = diversión), con el que ellos denominaron a los mismos, frente a los griegos, que los llamaron “agones” (’αγών = competición). De los Juegos griegos, los romanos incorporaron en los suyos las carreras de carros, que alcanzaron con ellos su máximo apogeo, y las representaciones teatrales. En cambio, el atletismo, que fue el deporte más característico de los griegos, tuvo poca aceptación entre los romanos, salvo la lucha y el pugilato, a pesar de los intentos de Augusto, Nerón, Domiciano y Adriano por introducirlos en Roma, debido a que, en la sociedad romana, no existía sensibilidad hacia dicho deporte, dado que el ejercicio físico en la educación de los niños y jóvenes se orientaba, fundamentalmente, a la preparación de los mismos para la guerra.
Los Juegos romanos más antiguos y solemnes, y los únicos que se celebraron en un principio, fueron los Magni ludi Romani, los cuales duraban un día y tenían un carácter excepcional y votivo. Posteriormente se añadieron más días, hasta cuatro, y se celebraban a finales de otoño, cuando regresaban las legiones de sus campañas militares. A partir de 366 a. C., en que se crearon los ediles curules, que fueron los encargados de organizarlos, se hicieron permanentes. Más tarde, se celebraron del 5 al 9 del mes de septiembre. Estaban dedicados a la tríada capitolina, Júpiter, Juno y Minerva. Aparte de estos, se crearon otros, también importantes, como los Ludi Saturnales, que fueron instituidos en 257 a. C. en honor de Saturno y se celebraban en diciembre, un solo día al principio, cuatro, después, y, en tiempos de Claudio, siete, del 17 al 23; los Ludi Cereales, dedicados a Céres, los cuales, desde el año 202 a. C., tenían lugar del 12 al 19 de abril; los Ludi Plebeii, que fueron instituidos por Cayo Flaminio en 220 a. C. y celebrados por primera vez en 216 en el Circo Flaminio, construido también a instancias suyas; los Ludi Apollinares, que fueron creados el año 212 a. C. y se celebraban del 6 al 13 de julio; los Ludi Megalenses, en honor de Cibeles, la Gran Madre Frigia, los cuales se instituyeron el año 204 a. C. y tenían lugar del 4 al 10 de abril; y los Ludi Florales, creados en 173 a. C., en honor de la diosa Flora, que se celebraban del 28 de abril al 3 de mayo.
La vinculación de los Juegos a las fiestas religiosas (carácter, sin embargo, que habían perdido ya a finales de la República, convertidos en el Imperio en un fenómeno político y social de primera magnitud) y el hecho de que el Estado los organizara, gratuitamente para los más desfavorecidos, hizo que estos los consideraran pronto como un derecho, que las autoridades procuraron satisfacer, así como el reparto gratuito a los mismos de trigo (annona) y, más tarde, también de vino y aceite, para entretenerlos y evitar posibles conflictos sociales, dada la gran masa de ellos (unos 200.000) que, desde el siglo II a. C., vivían en Roma sin oficio ni beneficio, pendientes sólo del panem et circenses (“pan y circo”) del Estado, como denunció el poeta Juvenal (Sátiras, 10, 78-81).
Todos los Juegos mencionados arriba, en efecto, y algunos más se ofrecían oficialmente al pueblo, por lo que se llamaban ludi publici, y de su organización se encargaban, en el caso de los Magni ludi Romani, los Ludi Megalenses y los Ludi Florales, los ediles curules; los ediles plebeyos organizaban los Ludi Cereales y los Ludi Plebeii; y el pretor urbano los Ludi Apollinares. Sin embargo, a partir del año 22 a. C., la organización de todas las fiestas fijas anuales correspondió al pretor urbano. Una parte de los gastos que comportaba la celebración de los Juegos los sufragaba el Estado y el resto, los citados magistrados, muchos de los cuales se arruinaron en el desempeño de este cometido al intentar hacerlos lo más vistosos y originales posible para la plebe para ganarse su apoyo en los Comicios. Este fue el caso, por ejemplo, de Julio César, gran impulsor de los combates de gladiadores y de los espectáculos públicos, quien, siendo edil curul, dio en el año 65 un munus fúnebre en memoria de su padre, en el cual presentó 300 parejas de gladiadores, y, en el año 54 a. C., otro munus y un combate naval en honor de una mujer, su hija, Julia, cosa nunca vista hasta entonces, como señala Suetonio (Vidas de los doce Césares, Caes., 26, 2). Los Emperadores, que no dependían ya del voto de la plebe, prosiguieron la tradición, procurando la mayoría de ellos superar lo que habían hecho a este respecto sus predecesores, con lo que el número de espectáculos, variedad y atractivo de los mismos creció sin cesar, así como los días destinados a su celebración, los cuales llegaron a ser 135 a finales del siglo I a. C. y 175 en el siglo IV, sin contar las celebraciones especiales, no incluidas en el calendario oficial, como las que tuvieron lugar cuando se inauguró el Coliseo, que duraron 100 días seguidos, o las que organizó Trajano, tras la conquista de la Dacia, que se prolongaron durante 135 días. Las fiestas extraordinarias estaban presididas, en la República, por uno de los cónsules y, en el Imperio, por el emperador.
2. Clases de Juegos
♦ Juegos del Circo (Ludi Circenses)
Lugar de celebración de las carreras de carros.
Los primeros habitantes de Roma, que fueron campesinos y pastores, debieron de organizar en sus fiestas públicas, como las Consualia -que se celebraban a finales de agosto, cuando terminaban las tareas agrícolas, y en otoño al final de la vendimia- carreras de caballos, mulas y asnos, entre otros festejos, en algún prado de las orillas del Tíber. Bajo dominio etrusco (s. VII-VI a. C.), en el que la ciudad de Roma alcanzó un gran desarrollo en todos los órdenes, cabe pensar que dichas carreras alcanzaron un mayor relieve y se realizarían ya en el valle Murcia entre la Colina del monte Palatino y la del Aventino, desde cuyas laderas los espectadores seguirían sin dificultad el desarrollo de las mismas. A comienzos del siglo VI a. C., debió de iniciarse allí la construcción del Circo Máximo y, desde el siglo V a. C., probablemente, se celebraron en él carreras de carros, que, al principio, guiarían sus dueños, como en la antigua Grecia, y, posteriormente, libertos o esclavos bien entrenados. En el año 216 a. C., se construyó el Circo Flaminio a instancias de Cayo Flaminio, como indicamos más arriba, y, a partir de entonces (hasta que se construyeron en Roma otros circos, como el de Nerón o el de Magencio), se celebraron en él, el día 20 de octubre, los Juegos circenses plebeyos, presididos por un edil plebeyo, y en el Circo Máximo, en diferentes fechas del año, los Juegos circenses patricios, presididos, en la República, por un edil curul, un cónsul o el pretor urbano, y, en el Imperio, por el emperador reinante. En uno y en otro se celebraron (con más dispendios y espectacularidad, en el segundo) carreras de carros y también, desde el siglo I a. C., combates de gladiadores, cacerías y luchas de fieras. Pero, tras la inauguración del Coliseo, en el año 80 d. C, ambos circos y los que se construyeron después en Roma y en distintas ciudades del Imperio se reservaron, casi exclusivamente, para las carreras de bigas (carro tirado por dos caballos) y de cuadrigas (carro tirado por cuatro caballos).

Las Carreras del Circo, espectáculo favorito de los romanos.
Las carreras de carros en el circo, especialmente las de cuadrigas, fueron el espectáculo preferido de los romanos, debido a la vistosidad de las mismas y a que en ellas se apostaban importantes cantidades de dinero y a que competían facciones o “caballerizas” diferenciadas por el color, cada una de las cuales tenía sus hinchas, como los equipos deportivos de hoy. Las facciones más antiguas fueron la de los “rojos” y la de los “blancos”, a las cuales se añadieron, entrado el Imperio, la de los “verdes” y la de los “azules”. A finales del siglo III d. C., los “rojos” fueron absorbidos por los “verdes” y los “blancos”, por los “azules”, aumentando con ello la influencia y el poder de ambas facciones, así como la rivalidad entre sus seguidores, la cual adquirió en Constantinopla tintes políticos, sociales y religiosos de notables proporciones, que aprovechó, por ejemplo, Justiniano, en el siglo VI d. C., para cometer graves atropellos entre sus opositores con el apoyo de los “azules”. Las citadas facciones fueron, en realidad, sociedades comerciales muy poderosas, las cuales poseían excelentes cuadras de caballos, aurigas, etc., que eran arrendados a quienes deseaban organizar alguna carrera en el circo, obteniendo con ello grandes beneficios, los cuales se veían aumentados por los donativos que recibían de particulares y de los propios emperadores.

Los dueños de las caballerizas (domini faccionum) no solieron organizar carreras de carros por su cuenta. Los caballos y los aurigas cambiaban a veces de cuadra, pero los que no cambiaban eran los colores de las facciones, que suscitaban las pasiones de los espectadores. Copiadas del modelo romano, encontramos también las citadas facciones en ciudades populosas como Constantinopla, Alejandría o Antioquía, entre otras.
En Roma, la aristocracia y la clase pudiente fue partidaria, generalmente, de los “azules”, mientras que la plebe y los emperadores “populistas”, como Calígula, Nerón, Lucio Vero, Cómodo y Heliogábalo, lo fueron de los “verdes”, en parte, por la desconfianza y el odio instintivo que les inspiraba a estos la clase social alta, y, en parte también, para conseguir, halagando el gusto de los más desfavorecidos, la aprobación y apoyo incondicional de los mismos a su poder despótico. Esto explicaría que Vitelio, partidario antes de los “azules”, se hiciera fan incondicional de los “verdes” cuando fue nombrado emperador.
Actos preliminares y desarrollo de la carrera de carros.
Los días de celebración de los Juegos del Circo, de los combates de gladiadores y de los espectáculos públicos, en general, debieron de anunciarse con antelación (tal como se ha podido observar en Pompeya, en relación con los combates de gladiadores), en las paredes de los edificios públicos y de los locales más visitados por los ciudadanos (tabernas, casas de citas, etc.), ubicados generalmente en las calles más transitadas, así como en las de los sepulcros, levantados en las entradas de las ciudades. En Roma, los Juegos del Circo Máximo se iniciaban con un desfile (pompa circensis) religioso, muy vistoso y solemne, el cual salía del Capitolio , descendía al Foro Civil y, tras cruzar el barrio Etrusco, el Velabro y el Foro Boario, se dirigía hacia el Circo y hacía su entrada en él por la puerta central. Delante de la comitiva, grupos de bailarines y de sátiros ejecutaban danzas diversas al son de la música. Detrás iba el magistrado organizador (editor) de los Juegos -desde Calígula, el emperador reinante-, de pie, sobre un carro, vestido con una túnica adornada con hojas de palma y con una toga de color rojo, si era un cónsul, un pretor o el emperador; en la mano derecha llevaba un cetro de marfil coronado por un águila y un esclavo colocado detrás mantenía sobre su cabeza una corona de oro. Avanzaba rodeado de magistrados, clientes y de la flor y nata de la juventud romana, que iba a caballo o a pie, según fueran o no hijos de caballeros, todos vestidos de blanco, les seguían los carros que iban a competir conducidos por los aurigas y cerraban la comitiva los sacerdotes y corporaciones religiosas, que acompañaban las imágenes de los grandes dioses y de las divinidades más veneradas llevadas a hombros, detrás de las cuales iban sus correspondientes atributos transportados en una lujosa carroza.

Finalizado el desfile, se sorteaba, en presencia del magistrado organizador o de un representante del emperador, si era este el que presidía los Juegos, el lugar que ocuparía cada tronco en las cocheras (carceres), situadas a uno y otro lado de la Porta pompae, al fondo del mismo, según las representaciones mosaístas del circo conservadas. Tras esto, el citado magistrado desde su asiento, situado en un lugar elevado del graderío encima de los carceres, o el emperador, desde la tribuna imperial, daba la señal para que comenzara la carrera arrojando a la arena una tela blanca (mappa). Al punto, un servidor soltaba la cuerda que mantenía cerradas las puertas de los carceres y los caballos y carros participantes salían disparados, exhibiendo el color de su respectiva facción, para efectuar, en sentido contrario al de las agujas del reloj y en medio de un griterío ensordecedor, las siete vueltas completas de que constaba normalmente el recorrido (unos 8.200 metros), en torno a la espina (spina), que dividía en dos partes el espacio de la pista donde se corría. Los aurigas iban de pie en un carro pequeño de dos ruedas, cerrado por delante y abierto por detrás, tirado por dos caballos (bigae) o, mucho más frecuentemente, por cuatro (quadrigae), manejando las riendas con la mano izquierda y, con la derecha, el látigo, con el que fustigaban a estos; se cubrían la cabeza con un yelmo de metal y vestían una túnica corta, también del color de su facción, ceñida con una faja de correas de cuero, en la que llevaban un puñal para cortar, en caso de accidente, las riendas, que llevaban atadas a la cintura.
En las carreras de cuadrigas, la disposición de los caballos jugaba un papel importante. Así, los dos del centro corrían uncidos con un ligero yugo, en el que iba enganchado el timón del carro, mientras que los caballos de fuera (funales) corrían bridados, atados simplemente a sus vecinos: en la parte exterior, iba el caballo más rápido, funalis exterior, y, en la interior, el funalis interior, que respondía mejor a las indicaciones del auriga y contribuía, por ello, mejor que ningún otro del tiro, a facilitar el éxito de la carrera, dado que gran parte del mismo estribaba en tomar los extremos curvos de la espina lo más ceñidamente posible, pero sin tocarla, pues el menor roce de los carros con ella los desvencijaba por su gran fragilidad. En este tipo de carreras, en las que todo estaba permitido, los aurigas debían evitar también que algún rival se le acercara con su carro demasiado de lado y le destrozara, con un hábil golpe, el eje del suyo o lanzara su carro contra la espina, y mostrar habilidad para cortar el paso a los que les seguían de cerca y reflejos para esquivar al que llevaba delante, muy pegado a él, y había volcado repentinamente. Para asegurarse el triunfo en la carrera, los aurigas recurrían, también, a los conjuros, en los que pedían a las divinidades infernales la muerte de sus rivales y la de los caballos que arrastraban las bigas o cuadrigas que conducían y que estas volcaran o se hicieran añicos en la carrera, e incluso al uso de venenos. Los citados hechizos se escribían en tablillas metálicas (tabulae defixionum, (lit., tablillas de inmovilizaciones), generalmente de plomo, de las que se han encontrado bastantes, y se colocaban en la tumba de algún muerto para que las vigilase. Por todo esto, los aurigas, especialmente los que conseguían un número importante de victorias, tenían fama de hechiceros. Esto mismo sucedía en el mundo de los gladiadores y de los bestiarios. La forma de contrarrestar estos maleficios era recurriendo a toda clase de amuletos.


Para informar a los aurigas y a los espectadores del número de la vuelta que se corría (e indirectamente, de las que faltaban por correr), es posible que, al inicio de cada una de ellas, se levantara el soporte de una de las siete grandes bolas de madera que había encima de la espina, como se aprecia en el mosaico de Lyon, o se mostrara esta, fija en la cola de cada uno de los delfines, como se ve en la imagen de la derecha, invirtiendo la posición de cada uno de ellos al inicio de cada vuelta. Los delfines colocados sobre la espina simbolizaban el mar, cuyo dios, Neptuno, era el protector de las carreras de carros, ya se utilizaran para indicar el número de vuelta que se estaba corriendo o como elemento decorativo vertiendo agua en el estanque situado encima de aquélla, que, a la vista del citado mosaico, debieron de tener algunos de los circos más importantes. Ganaba la carrera el carro que, según los jueces de la competición, ubicados (en el Circo Máximo, de Roma, al menos) sobre la espina desde el año 174 a. C., había cruzado primero la meta, la cual se hallaba a la izquierda de los carceres. En ese momento, un heraldo confirmaba a los espectadores cuál había sido la facción ganadora levantando y agitando en su mano derecha el paño correspondiente al color de la misma. Al auriga vencedor de la prueba se le entregaba una corona de laurel y una palma, que mostraba a la multitud cuando daba la vuelta al circo, vitoreado, y una bolsa de dinero de la facción por la que había corrido.

♦ Combates de gladiadores (Munera gladiatoria)
Origen de los munera gladiatoria.
Entre los etruscos, cuando moría un rey o un personaje importante, sus allegados efectuaban junto a su tumba combates a muerte de prisioneros, por parejas, considerando que la sangre de estos, así derramada, era la satisfacción más noble que podía darse a sus manes (almas de los muertos). Para los etruscos, por tanto, que fueron los primeros en organizarlos, dichos combates constituían un rito funerario de carácter sagrado. . El primer combate en Roma de estas características se dio el año 264 a. C., en el que, según T. Livio, los hijos de Junio Bruto Pera organizaron en sus exequias tres combates simultáneos con esclavos de su propiedad en el Foro Boario un día en que se celebraba allí la feria de ganado, tal como había decidido su padre antes de morir. Más tarde, otros miembros de la aristocracia romana organizaron combates similares en los funerales de un familiar suyo para enaltecer al difunto y acrecentar la fama de su familia, en algunos de los cuales participarían incluso gladiadores profesionales, lo cual despertó una gran afición por los mismos en la plebe, a la que se le invitaba a contemplarlos, lo que hizo que el Senado los incluyera en el año 106 a. C. entre los espectáculos oficiales, despojados, eso sí, del carácter ritual y sagrado que tuvieron los munera en sus orígenes, convirtiéndose pronto en uno de los espectáculos favoritos del pueblo en todas las ciudades del Imperio. A partir de entonces, solo de forma esporádica, se organizaron por particulares pudientes, casi siempre, luchas de gladiadores como parte de las honras fúnebres de un familiar. Debido al citado carácter sagrado que tuvieron estos combates en sus orígenes, los romanos los llamaron munera (munus = obsequio, ofrecido, en este caso, a un muerto), y no ludi (juegos), como al resto de espectáculos públicos.
Lugar de celebración de los combates de gladiadores.
Los primeros munera en Roma debieron de ser algo rudos, al efectuarse con esclavos, sin ninguna formación al respecto, a los que se les ponía una espada (gladius) en la mano y se les obligaba a luchar a muerte por parejas. El lugar de celebración de los mismos debió de ser, preferentemente, el Foro civil, en el que los organizadores del munus colocarían, en las celebraciones más solemnes, al menos, gradas de madera para los espectadores (al principio, sólo masculinos), las cuales, al terminar, serían desmontadas y retiradas a toda prisa. Posteriormente, los citados munera adquirirían un mayor nivel al organizarse con gladiadores profesionales de las escuelas de Campania, y, cuando se incluyeron entre los espectáculos públicos, a finales del siglo II a. C., se celebrarían en el Circo Máximo y, en menor medida, en el Circo Flaminio y, rara vez, en el Foro, como en el pasado. Pero el hecho de que el Circo y, menos aún, el Foro no fueran el lugar ideal para la celebración de los mismos, por razones obvias, y que Pompeya tuviera desde hacía algún tiempo un anfiteatro, que sí lo era, debió de mover al edil C. Escribonio Curión a construir en Roma, en el año 53 a. C., una estructura que pudiera utilizarse como teatro y como anfiteatro, según conviniera, tal como señala Plinio el Viejo (Historia Natural, 36, 24). Él ideó, en efecto, erigir dos teatros de madera asentados sobre soportes móviles y colocados uno al lado del otro adosados por la parte de las gradas de forma que, cuando se hacía uso de los mismos, por la mañana se realizaban en ellos sendas representaciones de teatro y, por la tarde, combates de gladiadores, tras convertirlos en un anfiteatro, lo cual se conseguía haciéndolos girar sobre sus ejes hasta dejar adosados ambos hemiciclos por la parte posterior de la escena, y desmontando y retirando una y otra después.

En tiempos de Augusto, otro particular, Estatilio Tauro, construyó, a instancias, quizá, y con el apoyo del propio Augusto, con quien le unían lazos familiares, el primer anfiteatro de madera, que se quemó en el gran incendio que asoló Roma bajo Nerón. Tras este, dicho emperador edificó otro lo suficientemente sólido para que pudiera ser utilizado bastantes años; pero el problema, a este respecto, solo se resolvió cuando Flavio Vespasiano mandó construir el Anfiteatro Flavio, más conocido como Coliseo, que fue inaugurado por su hijo Tito el año 80 d. C. Desde entonces se celebraron en él, igual que en los demás anfiteatros que se levantaron, a imitación suya, en las ciudades de alguna relevancia, al menos, del Imperio, los combates de gladiadores, cacerías y luchas de fieras, etc., hasta que fueron prohibidos siglos después, como señalamos más adelante.
Procedencia de los gladiadores.
Las escuelas de gladiadores se nutrieron de: a) esclavos, en su mayoría, los cuales eran enviados a las mismas por sus amos para poderlos utilizar, tras recibir en ellas el pertinente adiestramiento, como guardia personal o para hacerlos combatir en las fiestas familiares o alquilarlos para los Juegos públicos. Cuando un esclavo cometía una falta grave (un intento de fuga, por ejemplo), su dueño podía alquilárselo al lanista (damnatio ad ludum) para que se sirviera de él como gladiador los años que convinieran ambos. A partir de Adriano, sin embargo, para que un esclavo fuera obligado a hacerse gladiador o bestiario sin su consentimiento, su amo tenía que presentar antes al Tribuno de la plebe la prueba de una falta que hiciera a aquel merecedor de dicho castigo; b) prisioneros de guerra, con buenas aptitudes para ejercer después la función de gladiador, comprados por los lanistas (jefes de las escuelas de gladiadores) a los representantes de los Publicanos, los cuales, tras adquirir el dominio sobre la mayoría de ellos, después de una batalla, previo pago al Estado de la suma de dinero acordada, los agrupaban en lotes, según sus cualidades y destrezas, que asignaban en pública subasta a quienes hubieran pujado más por ellos: c) hombres de condición libre, no sólo de las clases inferiores, que buscaban con ello escapar, sobre todo, de la miseria, sino de la clase social alta. En tiempos de Augusto, fueron escasos los caballeros y senadores que ingresaron en las casernas para recibir el adiestramiento pertinente, que les permitía competir después en la arena como gladiadores; pero, posteriormente, esto fue habitual en Roma, a pesar de las muchas leyes dictadas para tratar de frenar dicha práctica, considerada degradante e indigna de la nobilitas. Respecto a qué movía a un caballero o a un senador a hacerse gladiador, en algunos casos fue la necesidad de conseguir dinero tras haberse arruinado y, en la mayoría de ellos, el gusto por el riesgo y la atracción por las armas junto con el deseo de alcanzar la popularidad que lograban los gladiadores más famosos. Los que ingresaban libremente en una escuela de gladiadores firmaban ante el Tribuno de la plebe y el lanista un contrato, que solía durar tres años, en el que figuraban los compromisos que adquirían mientras aquel estuviera en vigor -entre ellos, “dejarse matar con varas, quemar con fuego y matar por el hierro”, si fuera preciso-, así como las contraprestaciones que recibirían a cambio. Durante ese tiempo, aunque conservaban su condición de hombres libres, eran privados, al ser considerados infames, de la mayoría de sus privilegios y descendían, de facto, al rango de esclavos, sufriendo como estos en la escuelas de gladiadores durísimos entrenamientos y pésimos tratos; d) condenados ad ludum. Además de los esclavos, los hombres libres que hubieran cometido faltas graves eran condenados a ingresar en dichas escuelas y, tras recibir la adecuada preparación, ejercían de gladiadores durante tres años, y, si en ese tiempo habían logrado salir con vida de los combates en los que habían participado, tenían que permanecer en ellas dos años más realizando actividades diversas antes de obtener la libertad. Dado que dichas condenas eran un medio fácil para llenar las escuelas de gladiadores de Roma, se tendió a ampliar el número de número de faltas graves. También los gobernadores de las provincias contribuyeron a llenar las citadas escuelas enviando a Roma condenados por este procedimiento en la provincia bajo su jurisdicción.
No hay que confundir, sin embargo, los condenados a los que nos acabamos de referir con los condenados ad ludum o ad bestias, que eran conducidos de la prisión a la arena para ser ejecutados allí al mediodía (prisioneros de guerra, bandidos, desertores extranjeros del ejército romano, inculpados por asesinato o robo a mano armada, cristianos, a partir de Nerón, etc.). A estos, sin que hubieran recibido preparación al respecto, se les obligaba a combatir por parejas con la espada, a la manera de los gladiadores, o a sufrir la acometida de las fieras atados a un madero o, lo que era aún peor, a luchar contra ellas, como los bestiarios, hasta que no quedaba ninguno con vida. Algunos de estos condenados, en especial los cristianos, murieron también crucificados o quemados vivos.

Clases de gladiadores.
Existía una veintena de tipos de gladiadores, que se distinguían por las armas, el vestido y la forma de combatir -similares a los usados, en la mayoría de los casos, por los soldados de algunos de los pueblos sometidos por Roma: samnitas, tracios, galos, etc.-, siendo estos los más populares:

–Samnita: Los primeros gladiadores tomaron las armas del pueblo samnita, vencido por Roma a finales del siglo IV a. C. Este era un gladiador de armas pesadas y llevaba casco calado por delante de amplias alas, para proteger la cabeza de los golpes y tajos de espada de sus adversarios dados de arriba abajo o por detrás, y adornado en su parte superior con plumas o con un penacho (crista) muy elevado, que agrandaba su figura, espada corta (gladius, de ahí, el nombre de gladiador), un gran escudo rectangular curvo, subligaculum (especie de taparrabos ceñido con un cinturón), espinillera de cuero o de metal en la pierna izquierda y un brazal en el brazo derecho, que no quedaba defendido por el escudo. A finales de la República, desaparecieron con este nombre, subsumidos por los hoplómacos y mirmilones, dado que, después de la Guerra social, los samnitas venían luchando codo con codo con los legionarios romanos, como socii, por lo que debían de ver injusto que algunos gladiadores -oficio considerado deshonroso-, siguieran combatiendo con este nombre.
-Hoplómaco: Combatía armado de casco totalmente cerrado, empenachado con alta cresta y con gran visera calada por delante, lanza, daga de hoja corta y ancha, pequeño escudo circular (parma) de metal, que recordaba al escudo hoplita griego, subligaculum, brazal de cuero en el brazo derecho y tira de cuero en las muñecas, grebas de metal en ambas piernas, que llegaban hasta la rodilla. Su adversario habitual fue el mirmilón y el provocator. En Roma, figuró en los combates de gladiadores desde principios del Imperio.
–Reciario: Era el gladiador más popular y el más ligero. Vestía una túnica corta ceñida con un cinturón ancho, que le protegía el vientre; luchaba sin casco y sus armas ofensivas eran una red, un tridente y un puñal; protegía el brazo y el hombro izquierdos con una manga de metal. Si conseguía atrapar con la red a su adversario -casi siempre, un secutor-, éste tenía bastante complicado proseguir el combate; pero, si su oponente le arrebataba o le inutilizaba la red, adquiría mucha ventaja sobre él, dado que disponía de mejores armas defensivas.
–Secutor: Su casco era cerrado y liso, para evitar que la red del reciario, su adversario habitual, se enganchara en él ̧ y tenía dos óculos circulares, que limitaban su visión; llevaba escudo grande rectangular y curvo y espada, cinturón metálico y protegía el brazo izquierdo con correas de cuero o metálicas y la pierna izquierda, con una greba metálica. Hizo su aparición en la arena en tiempos de Calígula.
–Provocator: Los provocatores eran los que abrían habitualmente los combates de gladiadores. Su casco era muy similar al de los secutores, pues también ellos se solían enfrentar a los reciarios; llevaban un protector metálico en el pecho, sujeto por detrás de la espalda con cintas de cuero cruzadas, escudo rectangular alargado y espada corta, amplio cinturón metálico y la pierna izquierda protegida con una greba metálica.

–Tracio: Llevaba casco, con la cara descubierta o no, adornado con un apieza de metal rematada con la cabeza de un animal, escudo pequeño (parma), cuadrado, redondo y, a veces, triangular, sable corto y curvo (sica) y una espada larga, túnica ceñida con un cinturón ancho y, como su escudo era pequeño, una alta espinillera de cuero en cada pierna y los muslos fajados. El oponente habitual del tracio fue el samnita y el mirmilón A partir de Sila, que, en su guerra contra Mitrídates IV rey del Ponto, había capturado soldados tracios que integraban el ejército de este, se incluyeron gladiadores tracios en los combates del anfiteatro. El famoso Espartaco fue uno de estos gladiadores.
–Mirmilón: Adversario habitual del tracio y del hoplómaco, llevaba un casco galo de amplias alas, especialmente útiles, si, como sostienen algunos autores, la táctica más frecuente de este gladiador consistía en esperar, rodilla en tierra y protegiéndose detrás de su gran escudo rectangular curvado, a que su adversario tuviera un descuido, que él aprovecharía para asestarle un golpe con su espada gala, larga y pesada, de un solo filo y sin punta, y sacarle ventaja en el combate. Otras armas defensivas del mirmilón eran: subligaculum, sujetado con un ancho cinturón, brazal de cuero en el brazo derecho y altas espinilleras en ambas piernas. La razón de su nombre (mormiros = pez) se debería, según unos, a que su escudo iba coronado por una figura metálica con la forma de un pez, y, según otros, a que su casco y la alta cresta, sencilla o doble, que lo coronaba tenían esa forma.
–Esedario: Introducido de Britania por Julio César, combatía sobre un carro ligero y llevaba a su lado un lanzador de lazo. Su contrincante era otro esedario. A veces luchaban varios esedarios contra hombres armados como los hoplitas, a los que intentaban coger tirándoles por encima de la cabeza sus lazos. Su vestido, al parecer, era bastante exótico. No se conserva ninguna imagen de gladiador luchando desde un carro. Cabe, por tanto, que con el tiempo el esedario dejara de combatir desde el carro y se convirtiera en un gladiador muy parecido al provocator.
–Ecuestre: Combatía a caballo contra otro ecuestre, y, como su casco tenía una pequeña ranura a la altura de los ojos, el enfrentamiento entre ambos, tras correr en dirección contraria, se hacía un poco a ciegas. Llevaba un pequeño escudo redondo, lanza o espada y las piernas vendadas y, a veces, el torso.
-Mujeres gladiadoras: En el año 63, bajo el reinado de Nerón, se organizaron en Roma, por primera vez, combates de gladiadoras. Eran mujeres de carácter y recibían un entrenamiento similar al de los gladiadores, algunas de ellas, de sus propios padres. Diferentes testimonios de la época y una estatua en bronce y un relieve en piedra conservadas en el Museum für Kunts und Gewerbein, de Hamburgo, y en el British Museum, de Londres, respectivamente, evidencian la existencia de mujeres gladiatrices, las cuales luchaban, al parecer, con la cara descubierta, quizá para que se apreciara mejor su sexo, con un taparrabos y, si eran esclavas, con el pecho desnudo (las de condición libre no lo solían hacer). Combatían con ardor y, en ocasiones, se metían con los espectadores de las primeras gradas del anfiteatro, a los que insultaban. Debido a los desórdenes y conflictos que se producían entre la multitud cuando peleaban ellas, este tipo de combates fueron prohibidos en el año 200 por un edicto del emperador Septimio Severo, si bien se siguieron organizando esporádicamente después.
Respecto a los emparejamientos en los combates, los espectadores vibraban, sobre todo, con aquellos en los que se enfrentaban gladiadores con escudo pequeño –parma– (tracios, hoplómacos y provocatores) a los que llevaban escudo grande –scutum– (samnitas, mirmilones y secutores), hallándose muy dividida al respecto.

Muchos preferían a los primeros (parmularii), Calígula y Tito, entre estos, mientras que a otros les gustaban más los segundos (scutarii), como Domiciano. Los esedarios y los équites combatían siempre entre ellos, pero no así los reciarios, que no se enfrentaron nunca. En los citados emparejamientos, se procuraba que ninguno de los contendientes tuviera, de salida, ventaja sobre el otro por sus armas ofensivas y defensivas o por la forma de combatir, y, para evitar que un rápido y desafortunada golpe o herida dejara fuera de combate a uno de los contendientes sin que hubiera habido un auténtico combate, protegían las partes del cuerpo (brazos, piernas, etc.) que quedaban más expuestas a los golpes del adversario, tal como se indica arriba, y, cuando un gladiador caía al suelo sin que esta caída se la hubiera provocado su oponente, el árbitro (summa rudis) le permitía volver a incorporarse, recoger sus armas y reanudar el combate. Dichos jueces eran, en su mayoría, gladiadores que habían obtenido la espada de madera (rudis), y solían arbitrar todos los combates procurando que se observaran en ellos las normas preceptivas y se convirtieran no en una carnicería, sino en un espectáculo reñido y vistoso para los espectadores. Vestían una túnica blanca y llevaban una larga vara de madera en su mano derecha.
Escuelas de gladiadores (Ludi gladiatorii).
Los gladiadores eran entrenados y vivían, mientras ejercían de tales, en los ludi gladiatorii, los cuales comprendían, además de las celdas donde dormían, amplias salas de entrenamiento, un arsenal para las armas, una fragua y enfermería, como dependencias más importantes, levantadas todas ellas en torno a un gran patio central porticado, que se utilizaba también para entrenamiento, en el cual solía haber un pequeño anfiteatro. La organización de estas escuelas o ludi era similar a la de un cuartel, y la disciplina y el rigor que se observaba dentro de ellas era superior incluso a la que se vivía en estos. Las regentaban los lanistas, en su mayoría ex-gladiadores, que llevaban como distintivo de su autoridad una vara larga (virga) y gozaban de una reputación inferior a la del último de los gladiadores que regentaban en su escuela. Los encargados de efectuar los entrenamientos solían ser gladiadores veteranos, denominados magistri o doctores, especialistas en la esgrima y en el manejo de las armas que se utilizaban en los combates. Los ejercicios se hacían, generalmente, con espada de madera (rudis) y escudo de mimbre; pero, teniendo en cuenta que un combate era una prueba de resistencia tanto como de habilidad, en los entrenamientos se usaban a veces armas de verdad para evitar que el gladiador se viera inesperadamente traicionado por sus fuerzas en el desarrollo del combate en el anfiteatro. La proliferación de estos espectáculos desde el segundo tercio del siglo I a. C. y la exigencia cada vez mayor de quienes acudían al anfiteatro a presenciarlos, motivó que se necesitaran unos años para formar gladiadores que respondieran a las expectativas del público.
La organización de unos combates de gladiadores entrañaba grandes gastos, especialmente, si a ellos se les unía la “venatio”, que solía acompañarlos desde mediados del siglo I a. C., y si se contrataba un número importante de combatientes del mejor nivel. El editor, por tanto, que iba a dar un munus solía ir con la bolsa bien llena a casa del lanista, el cual le facilitaba, en venta o en alquiler, los gladiadores de su escuela que él deseara. Con estas transacciones, los lanistas debieron de obtener grandes ganancias. Durante algún tiempo, las mejores (y casi únicas) escuelas de gladiadores estuvieron en la Campania. Después, al reconocérsele por ley a cualquier ciudadano el derecho a poseer gladiadores, cuyo número no estaba, en principio, limitado, algunos magistrados encargados de organizar Juegos públicos en Roma y generales que buscaban, también con ellos, ganarse el apoyo de la plebe en los Comicios, crearon sus propias escuelas para ahorrarse dinero en la realización de los mismos. Julio César, por ejemplo, tenía una en Capua, ciudad, por otra parte, que ostentó durante muchos años la primacía a este respecto. El siglo I a. C. fue la edad de oro de los escuelas privadas.
Con ese mismo objetivo, Domiciano creó en Roma cerca del Coliseo cuatro grandes escuelas (ludi), semejantes y próximas unas de otras, que eran en ella las únicas autorizadas: a) el ludus magnus, situado al lado este del Coliseo, al que se accedía desde él por una galería subterránea y fue en Roma la más grande e importante escuela de gladiadores. Disponía de un amplio patio interior porticado y en el centro de éste había un pequeño anfiteatro, donde se entrenaban los gladiadores, que recordaba mucho al Coliseo. Su cávea, revestida de mármol, podía albergar a 3.000 personas, lo que hace pensar que se utilizaría también para algún tipo de representaciones. Domiciano inició su construcción y la terminaron Trajano y Adriano. Destruido por un incendio en tiempo de M. Aurelio, fue inmediatamente reconstruido y aún sería restaurado en época de Odoacro. Al frente de él había un personaje influyente y muy bien pagado del orden ecuestre, que lo dirigía con mano de hierro, dado que la disciplina en estas escuelas era, como dijimos arriba, extremadamente rigurosa; b) el ludus matutinus, dirigido por un procurador, también ecuestre, aunque peor pagado que el anterior, se utilizó para albergar y entrenar a los bestiarios o gladiadores que luchaban con las fieras en el anfiteatro; c) el ludus dacicus, llamado así porque en su origen estaba destinado a los prisioneros de la guerra que libró Domiciano en la Dacia. Después se utilizó como escuela de todo tipo de gladiadores; d) el ludus gallicus, que era el más pequeño de los cuatro, se hizo servir como albergue y lugar de entrenamiento de los gladiadores mirmilones o galos y de los samnitas.
Pero Roma no tuvo la exclusiva de las escuelas de gladiadores. Hubo ludi también en muchas de las capitales de provincia del Imperio, como Alejandría, Pérgamo, Ancira, Tesalónica, Capua, Preneste, Aquileya, Lyon, Nimes, Carnuntum, Mérida, Tarragona, etc. Estos, sin embargo, no tenían como objetivo único proveer las necesidades al respecto de la provincia, sino crear un plantel capaz de figurar en los munera de Roma. Los gladiadores viajaban de un lado a otro del Imperio (más de la parte oriental a la occidental que a la inversa), de acuerdo con los contratos firmados por los organizadores de los munera y los lanistas, afectando este nomadismo al personal de la escuela en su conjunto. A veces los gladiadores de un ludus se desplazaban con el emperador, tal como sucedió con Calígula, que dio un munus con sus propios hombres en un viaje que hizo a Lyon.

Preliminares y desarrollo de los combates de gladiadores
La víspera del combate, el organizador del mismo (editor) obsequiaba a los gladiadores que iban a tomar parte en él con una cena (cena libera), en la que abundaba la comida y el vino, al cual se permitía asistir, como espectadores, a personas de fuera de la escuela para que pudieran ver de cerca a sus ídolos de la arena. Se ignora, sin embargo, cuál fue el protocolo exacto de los combates de gladiadores. En Roma, una vez efectuada la entrada de estos en el anfiteatro, darían presumiblemente la vuelta al mismo, igual que hacían los aurigas en el circo antes de las carreras, y, cuando pasaran por delante de la tribuna del emperador, saludarían a este. quizá con el premonitorio . Suponiendo, sin embargo, que el emperador fuera saludado por los gladiadores con el conocido Ave, Caesar, morituri te salutant! (“¡Salve, César, los que van a morir te saludan!”), esto se habría empezado a hacer a partir de Claudio, ya que el citado saludo se usó por primera vez, como recoge el escritor romano Suetonio, en la naumaquia que organizó este emperador el año 52 d. C. en el lago Fucino, a escasos kilómetros de Roma, antes de que sus aguas drenaran en el río Liris. A continuación, tenía lugar el examen de las armas (probatio armorum) y el emparejamiento por sorteo de los gladiadores participantes ante el presidente del munus (editor). En la época imperial, el emperador cedería dicho honor a algún invitado importante o a un miembro de la nobilitas. Ese tiempo lo emplearían los gladiadores para realizar ejercicios de precalentamiento, los cuales les servían también para quitarse los nervios lógicos que sentirían antes del combate y algunos de ellos aprovecharían también para ir a la capilla de Némesis -diosa de la venganza y castigadora de toda desmesura-, que solía haber en todos los anfiteatros, para solicitar su ayuda en el combate. Finalizados dichos preparativos, las trompetas anunciaban el inicio del espectáculo.
En los combates de gladiadores los espectadores buscaban espectáculo, vibrando sobre todo con los enfrentamientos reñidos, disputados por luchadores poseedores de una excelente técnica en el manejo de las armas ofensivas y defensivas propias de sus respectivas categorías, así como de una gran esgrima y habilidad para esquivar las acometidas de sus adversarios. El derramamiento, por tanto, de sangre y la crueldad que conllevaban estos combates se veían como algo consustancial a ellos, que siempre se habían producido, pero no era algo especialmente buscado, al menos, por la generalidad de los espectadores. Dicha exhibición de habilidades y destrezas técnicas, unido a que en ellos se hacían también apuestas, aunque en menor medida que en las carreras del circo, y a que el público estaba dividido en sus preferencias, como indicamos arriba, hizo, como cabe suponer, que fueran seguidos con gran pasión por todos los que los presenciaban. Cada enfrentamiento, en las luchas por parejas, terminaba cuando el juez del combate (summa rudis) apreciaba que uno de los gladiadores no podía seguir combatiendo por las heridas recibidas de su adversario y/o por el agotamiento y cuando les sucedía esto a ambos, tras luchar bravamente, sin que se viera cuál de los dos era claro vencedor. En ese momento, el gladiador vencido o los dos, en el citado supuesto, dejaba/n caer su escudo en la arena y pedía/n clemencia al público con el dedo índice de su mano izquierda levantada. Antes de Augusto, se obligaba a los gladiadores a luchar en combates sucesivos y los últimos supervivientes eran degollados en el lugar donde aquellos se habían celebrado, pero, a partir de él, conmservaba la vida al menos el que había vencido en el combate.

El encargado de salvar o condenar a muerte al vencido era el editor o presidente del munus (en el Imperio, lo fue casi siempre el emperador), quien, para ello, solía tener en cuenta la opinión al respecto de los espectadores, los cuales pedían para aquel la muerte, si consideraban que no había luchado con el valor, coraje y destreza debidos, gritando iugula! (“¡mátalo!”) y mostrando el pulgar de la mano derecha hacia abajo (pollice verso), mientras que la concesión de gracia se pedía cuando ambos gladiadores habían combatido con gran valentía y mostrado grandes recursos técnicos (stantes missi), y si uno de los dos, tras librar con su adversario un combate sumamente reñido, era derrotado por este sólo por mala suerte. Dicha petición la hacían agitando pañuelos al aire y gritando mitte! (“¡libéralo!”). El presidente concedía la gracia al gladiador vencido mostrando desde la tribuna de honor el pulgar de la mano derecha hacia arriba, y la denegaba (era lo habitual) con el pulgar hacia abajo, según se ve en el cuadro “Pollice verso”(1.872), de Jean-Leon Gerôme (que figura abajo) y, por influencia sin duda de dicho cuadro, también en la película Gladiator (2.000), de escaso rigor histórico, de Ridley Scott.

Estudiosos del tema, sin embargo, opinan que la expresión pollice verso o pollice converso, que aparece en algunos textos latinos en los que se alude al citado veredicto del editor, podría interpretarse de forma diferente. En efecto, dicha expresión significa “pulgar girado”, por lo que cabría que en ese momento se mostrara en sentido horizontal, hacia arriba o hacia abajo e, incluso, escondido en el puño, tal como se aprecia en un medallón romano del siglo II-III d. C. encontrado en 1997 en la Provenza, en el que figura un tribunal que absuelve a dos gladiadores enseñando el puño cerrado con el dedo pulgar introducido en él, como si fuera una espada enfundada, y la inscripción “qui erant liberabuntur”. Este último, por tanto, podría ser el gesto que hacía el presidente para conceder la gracia al gladiador vencido. Respecto a la denegación de esta, tanto por parte de los espectadores como del editor, el gesto empleado pudo ser mostrando el dedo pulgar de la mano derecha extendido hacia la izquierda (que es como suele quedar este al desenvainar una espada, para herir o matar), algo inclinado hacia abajo (según la dirección que sigue la espada corta o el puñal del gladiador vencedor al dar muerte a su adversario, como se ve en el dibujo de la derecha) o, incluso, según las acepciones de verso, mostrando aquel hacia arriba.
Si el fallo del presidente de los Juegos había sido desfavorable al gladiador vencido, este, arrodillado en tierra, cogía fuertemente con su mano izquierda el muslo izquierdo del vencedor, el cual, colocado detrás de su adversario, sujetaba por el casco su cabeza, algo inclinada hacia la izquierda, y, a continuación, le clavaba su espada corta o su cuchillo en el cuello en dirección al corazón por debajo del escudo, que los gladiadores no se quitaban en ese momento, porque ello habría falseado de alguna manera el combate al mostrar un rostro distinto del que habían exhibido en el combate. El gladiador, enseñado en la caserna a luchar y a saber morir, debía afrontar la muerte con gran entereza, según un código ético arraigado en la sociedad romana. Las muestras, pues, de miedo en ese momento y cualquier tipo de gesto que denotara rechazo al golpe mortal del gladiador vencedor, eran desaprobados por los espectadores. Esto explicaría que, cuando César recibió las primeras puñaladas de los conspiradores que acabaron con su vida y vio que no tenía posibilidad alguna de defenderse de ellos, se tapara la cara con un pliegue de su toga, para evitar que nadie pudiera advertir en ella ningún gesto de dolor, por instintivo que fuera.
Tras esto, hacía su aparición en la arena un esclavo vestido de negro, representando a Caronte, el cual tomaba simbólicamente posesión de él con un golpe de su maza, después de que otro que lo acompañaba, representando a Hermes, hubiera confirmado que estaba muerto y no desfallecido, al haberse mostrado insensible a su caduceo de hierro candente que le había hundido en su cuerpo. Después, otros esclavos (libitinarii), colocado el cadáver en una parihuela rudimentaria, lo llevaban, pasando por la Puerta libitinaria, hasta el spoliarium, donde era despojado de sus armas de combate. A veces, el cuerpo muerto de los gladiadores era arrastrado hasta allí por un caballo mediante un gancho de hierro atado a una soga de la que tiraba aquel. Finalmente, la esposa o la concubina, si la tenía, o algún compañero de la caserna o un representante de la cofradía de exequias de gladiadores a la que estuviera suscrito se hacía cargo del cadáver y lo enterraba, evitándose así que su alma sufriera, según una creencia muy generalizada en la civilización grecorromana, graves males por haber quedado insepulto. En caso contrario, su cuerpo era despedazado, igual que el de las fieras que habían muerto o quedado inservibles en la venatio en la que habían sido utilizadas, y echado después como alimento a las demás fieras adquiridas también para hacerlas servir en posteriores venationes.

Los juegos relacionados con los animales -que aquí englobamos bajo el nombre de venationes– fueron también muy populares, sobre todo en Roma, y comprendieron: exhibición de animales desconocidos, luchas de fieras entre ellas y contra hombres y cacerías de animales salvajes. El espectáculo con animales se celebraba normalmente por la mañana, a partir del alba, pues, aunque en esa parte del día las personas de la clase social alta y la mayoría de las que pertenecían a los estratos más bajos estaban ocupadas en actividades propias de su estatus, en Roma, desde el siglo II a. C., había desocupados suficientes para llenar un anfiteatro. En un principio, los animales desconocidos para el gran público fueron exhibidos enjaulados o encadenados, principalmente en el Foro civil; pero, a partir de Sila, que decidió fueran exhibidos sueltos, se los presentó en el circo, en el recinto de la Saepta Iulia o en el anfiteatro, tomadas las debidas precauciones para que las personas que acudieran a verlos no sufrieran daño alguno por parte de éstos. Así, en la primera remodelación del Circo Máximo, que se emprendió en tiempos de César, se construyó un foso en torno a la arena, para evitar que los elefantes que se iban a presentar hirieran a los espectadores de las primeras gradas. En el Coliseo y en los demás anfiteatros que se construyeron a imitación suya en numerosas ciudades del Imperio, los posibles saltos de las fieras a las gradas inferiores se evitaron con el alto podio (pódium) liso, de unos 4 m de alto, que limita la arena y, en algunos de ellos, además, con una red metálica, colocada por delante del podio y sostenida por palos, la cual tenía en su parte superior unos rodillos móviles de marfil, para impedir que las fieras salvaran la valla trepando por ella. En el Coliseo, además, numerosos arqueros, apostados en los nichos que se abrían en el podio, velaban por la seguridad de los espectadores.
El primer espectáculo con animales, al que hace mención Tito Livio (Ab Urbe Condita, XXXIX, 22, 2), fue ofrecido en Roma por M. Fulvio Nobilior tras la victoria obtenida por los romanos sobre los etolios (188 a.C.), en el año 186 a. C., 80 años, por tanto, antes de que se introdujeran los combates de gladiadores en los Juegos públicos. Algunos años después, en los juegos celebrados, en 169 a. C., por los ediles curules P. Léntulo y Escipión Nasica, tomaron parte en el espectáculo, también con fieras, 63 panteras africanas y 40 osos y elefantes según el mismo historiador (Op. cit. XLIV, 18). En las exhibiciones de animales, fueron presentados con el paso del tiempo animales tan exóticos como jirafas, rinocerontes, linces, monos y cocodrilos. Esto y las luchas y las cacerías de fieras fue cobrando en ella cada vez más importancia, lo que hizo que la venatio fuera integrada desde el reinado de Augusto en el munus para dar a aquel un mayor realce, y, en adelante, se asistió en Roma a un espectáculo completo, el munus legitimum o “iustum”, que comprendía generalmente: cazas y combates de animales por la mañana, un intermedio al mediodía, en el que tenía lugar la muerte por las fieras de los damnati ad bestias y, por la tarde, los combates de gladiadores. En ocasiones, sin embargo, la venatio llegó a constituir un espectáculo esperado por sí mismo, en cuyo caso se celebraba por la tarde y no durante las horas “vacías” de la mañana.

En las luchas de fieras contra fieras, para mantener vivo el interés por las mismas de la plebe, se recurrió a los enfrentamientos de estas en grupos de dos de distinta especie, casi siempre, a las que se azuzaba, si era preciso, para que embistieran hasta despedazarse; y, cuando lo que se pretendía era celebrar a lo grande algún acontecimiento importante o, simplemente, sorprender al público, se llevaron a cabo, además de otros espectáculos, matanzas masivas de animales por este procedimiento. Durante el reinado de Nerón, por ejemplo, se mataron 400 osos y 300 leones en un único espectáculo y, en los juegos que se organizaron para inaugurar el Coliseo, se sacrificaron más de 9.000 fieras, cuya carne se repartía gratis o se vendía a bajo precio a los ciudadanos.

Algunos anfiteatros tenían habitaciones de servicio debajo de la arena, parte de las cuales las utilizaban los gladiadores y otras servían para contener las jaulas de las fieras y las tramoyas de los montajes que se hacían, a veces, en el anfiteatro. El Coliseo, en concreto, disponía de una compleja red subterránea de ellas, de la que se conservan importantes restos, construida, al parecer, en época de Domiciano, en las que había sutiles mecanismos y montacargas, que permitían poner repentinamente a nivel de la arena escenarios, equipos, hombres y fieras. Cuando había que sacar estas a la arena, se las hacía entrar en jaulas alojadas en habitaciones especiales, junto a las cuales se encontraba el mecanismo que, mediante contrapesos, las elevaba hasta el nivel superior, en el que había una pasarela conectada a una rampa, por las cuales las fieras, tras salir de la jaula, llegaban, empujadas por los bestiarios, a un cotillón situado a nivel de la arena, levantado el cual, unos y otras aparecían en ella.

Respecto a las luchas de fieras contra hombres, estos se enfrentaban a ellas de forma individual o en pequeños grupos. Al principio, debieron de ser prisioneros de guerra e, incluso, gladiadores y, en alguna ocasión, cazadores africanos, ya que, al proceder entonces (también después) la mayoría de aquellas de África, eran los que sabían bien cómo abatirlas. Así, al menos, sucedió en tiempos de Sila, el cual recibió arqueros gétulos, que debían cazar los 100 leones que le envió también Bocco, rey de Mauritania. Posteriormente, este oficio lo ejercieron los bestiarios (bestiarii), que procedían generalmente de delincuentes comunes y fueron siempre muy mal considerados por los romanos. Luchaban vestidos con una simple túnica y armados con una lanza o palo de madera con punta de hierro. Desde Domiciano, se entrenaban, como dijimos en otro lugar, en el LudusMatutinus, destinado exclusivamente a ellos.
También las cacerías de animales salvajes en el circo y, sobre todo, en el anfiteatro debieron de resultar muy atractivas al pueblo, como se desprende de los numerosos mosaicos conservados en los que figuran estas. En Roma, donde siempre hubo, como es bien sabido, el deseo por parte de los organizadores de los Juegos, en general, de superar lo que habían hecho al respecto sus predecesores, en más de una ocasión se montó en el circo o en el anfiteatro un bosque artificial, por el que corrían ciervos, liebres, avestruces, jabalíes y otras clases de animales salvajes, que cazaban a pie los bestiarios y voluntarios, armados, a diferencia de aquellos, con arco, flechas, lanza, espada y escudo, y montados, incluso, en un caballo.

Las fieras se utilizaron, igualmente, para matar a los condenados a muerte, como indicamos más arriba, y, para quitar monotonía a dichas ejecuciones, se hizo participar a veces a los damnati ad bestias, como actores mudos, en mitos representados al natural, en los que acababan muriendo, aunque la muerte del personaje representado no figurara en el relato mítico. Esto, por ejemplo, es lo que le sucedió a uno que interpretaba a Orfeo, al cual, tras simularse cómo unos leones, tigres y otra clase de animales salvajes se habían mantenido calmados a su alrededor, en un bucólico paraje preparado previamente por los tramoyistas, debido a los “dulces sones de su lira” tocada por él, un oso furioso, apareciendo de improviso, lo devoró a la vista de los espectadores. Por su parte, a otro que hacía de Ícaro, se le dejó caer en la arena del anfiteatro de madera mandado construir por Nerón en el Campo de Marte, cuando lo sobrevolaba, estrellándose cerca de su palco, como recoge Suetonio (Op. cit., Nerón, 12). Su cuerpo ensangrentado fue devorado después, presumiblemente, por alguna fiera hambrienta. Pero no siempre había derramamiento de sangre en los espectáculos con fieras. Los hubo, en efecto, en los que se mostraban diferentes números de animales adiestrados, similares a los que vemos en nuestros circos. En aquel contexto, no sorprende que particulares tuvieran en sus casas o palacios animales salvajes domesticados.
Por lo dicho antes, no sorprende que el comercio de fieras se convirtiera, desde el primer tercio del siglo I a. C., en que empezaron a adquirir importancia los diversos espectáculos con animales, en un negocio muy rentable, que monopolizarían sociedades poderosas, relacionadas, quizá, con las facciones que gestionaban las carreras del circo. Para hacerse una idea de dicho negocio, en tiempo de Diocleciano por un león se llegó a pagar 150.000 sestercios, por una leona, 125.000, por un leopardo, 100.000 y, por un oso, 25.000. El comercio de animales alcanzó sus cotas más altas en los primeros siglos del Imperio y su destino fue, prácticamente siempre, Roma. A ella, en efecto, llegaron durante más de cinco siglos numerosas fieras y animales desconocidos procedentes de muchas de las provincias romanas, pero, de manera muy especial, de las del Norte de África, las cuales sufrieron, por ello, un gran espolio en su rica y variada fauna, la cual terminó prácticamente por desaparecer entonces.

La mayoría de estos animales eran cazados, en sus lugares de origen, en fosas cavadas previamente o atrayéndolos hacia unas redes estratégicamente colocadas y, posteriormente, eran transportados hasta sus lugares de destino en carretas tiradas por bueyes y, la mayoría de las veces, por mar en barcos ligeros. Los viajes duraban bastantes días y hasta meses, lo que provocaba que algunas de las fieras transportadas murieran en el camino. Las ciudades o municipios por donde pasaban estaban obligados, en época imperial, al menos, a acogerlas y alimentarlas los días que estuvieran allí; pero, debido a los abusos que esto originaba, se acabó por prohibir que permanecieran en una misma ciudad más de siete días. Los gastos, en cualquier caso, que generaban los espectáculos de fieras eran muy elevados, por lo que, en esa época, en la que el Estado se convirtió en el gran consumidor de las mismos, se tomaron diversas medidas para abaratarlos y asegurar su celebración. Una de ellas fue liberar de las obligaciones militares a unidades de las legiones para que se pudieran dedicar a la caza de fieras del lugar donde estuvieran acantonadas. Este fue, por ejemplo, el caso de la Legio I Minervia, creada por Domiciano en el año 82 y acuartelada en el campamento de Bonna (Bonn, Alemania), que proporcionaba osos cazados en la zona. Así mismo, se crearon zoos en Roma y en sus alrededores, con el fin de que el emperador pudiera disponer de las reservas de fieras necesarias para organizar el espectáculo que él hubiera decidido, sin sufrir la incertidumbre y consiguiente zozobra que representaba esperar a que aquéllas llegaran a tiempo de sus lugares de origen. Finalmente, el emperador se reservó el dominio de los animales que daban, posiblemente, mayor juego en dichos espectáculos, como eran los elefantes y los leones, los cuales solo podían ser cazados con su autorización.
Roma llevó a las provincias la afición por esta clase de espectáculos. Sin embargo, en la mayoría de las ciudades del Imperio romano en donde tuvieron estos lugar, debió de contarse con animales, más o menos fieros, de la zona donde estaban ubicadas, y solo cuando el organizador de una venatio (el sacerdote de culto imperial de la ciudad, generalmente, o un magistrado o benefactor de la misma) quisiera sorprender a los ciudadanos con un espectáculo especial, acudiría a los representantes de las sociedades a las que nos referimos arriba para que le proporcionaran fieras desconocidas allí y cazadores expertos para enfrentarse a ellas. No sería este el caso de las ciudades del Norte de África, en donde la venatio se debió de organizar casi siempre a lo grande en sus espléndidos anfiteatros, como el de El Djem, en Túnez, y con un coste no excesivamente elevado, dado que disponían de fieras abundantes y otro tipo de animales en su propio entorno, así como de indígenas experimentados en su captura. Una prueba de ello son los muchos mosaicos con cacerías de animales descubiertos allí, en algunos de los cuales figuran incluso sus nombres.

Las naumaquias fueron simulacros de combates navales, que merecieron la atención de autores de la época, como Suetonio, Tácito, Dión Casio, en los cuales se intentó reproducir con gran realismo batallas libradas por los griegos o en los reinos helenísticos, -lo que explicaría el porqué de su nombre: naumachia > naumaquia (batalla naval)-, haciendo intervenir casi siempre, como marinos y remeros, prisioneros y condenados a muerte, sin ningún entrenamiento previo, al respecto. Posteriormente, este nombre se usó también para denominar las enormes piscinas creadas artificialmente para celebrar en ellas dichos combates. Con este espectáculo, creado por César y reproducido después por Augusto y otros emperadores, sus organizadores buscaron, sin duda, igual que sucediera con otros, también singulares, a los que nos hemos referido ya, ofrecer a un pueblo que se sentía amo del mundo, espectáculos diferentes, que sirvieran para exaltar ese sentimiento y, a la vez, para satisfacer sus propias ansias de gloria y de popularidad ante él. La organización, sin embargo, de una naumaquia implicaba gastos muy elevados, especialmente si se celebraba en un espacio creado ad hoc, y grandes pérdidas humanas, ya que en ella (a diferencia, por ejemplo, de lo que sucedía en los combates de gladiadores, en los que, desde Augusto, el gladiador vencido, al menos, conservaba la vida), la mayoría de sus integrantes acaban muriendo, todo lo cual, unido a que el público, posiblemente, encontraba las naumaquias menos “excitantes” que los Juegos del circo o del anfiteatro, debió de influir para que dejaran prácticamente de organizarse después del siglo I d. C.
Como antecedentes de las naumaquias hay que mencionar los “combates de tropas”, en los que un pequeño ejército, integrado por prisioneros de guerra y condenados a muerte, se enfrentaba a otro, de similares características, reproduciendo, también al natural, ante los espectadores alguna batalla librada o no por las legiones romanas. César, por ejemplo, entre los actos que organizó en Roma en el año 46 a. C. para celebrar sus triunfos en las Galias, Alejandría, el Ponto, Numidia e Hispania, tras los cinco días dedicados a las luchas de fieras, dio una batalla entre dos ejércitos, en la que, según Suetonio (Op. cit., César, XXXIX), participaron 500 peones, 300 jinetes y 40 elefantes. Pero el espectáculo más importantes que César ofreció entonces al pueblo romano fue una naumaquia -la primera que se organizó en Roma-, la cual se libró en un lago artificial abierto en el Campo de Marte, que se había llenado con agua del Tíber, donde se enfrentaron una flota tiria y otra egipcia, tripulada cada una de ellas por 1.000 combatientes y 2.000 remeros. Seis años después, el hijo menor de Pompeyo, Sexto, celebró su victoria naval sobre un legado de Octaviano con otra naumaquia, que se libró en el Estrecho de Mesina (la única, que se sepa, ofrecida en el mar), en la que se enfrentaron, en presencia del citado legado, prisioneros hechos en esa batalla. A su vez, el emperador Augusto, para festejar la consagración del templo de Mars Ultor (Marte Vengador), organizó, en el año 2 d. C., tal como él mismo señala en Res Gestae (§23), un simulacro de combate naval, a imitación del ofrecido por César, en un lago artificial de 533 metros de largo y 357 de ancho, que se llenaba con el agua transportada (unos 24.000 metros cúbicos diarios) por el acueducto Aqua Alsietina, de 6,5 km, construido para tal fin en la margen derecha del Tíber, cuyo sobrante se usaba, por ser agua no potable, para regar los jardines del entorno del lago. En esa ocasión, en la que se quiso rememorar la famosa Batalla de Salamina, se enfrentaron 3.000 hombres, sin contar los remeros, que combatieron en 30 naves ligeras birremes, trirremes y cuatrirremes y un número mayor de naves más pequeñas. Teniendo en cuenta, sin embargo, las reducidas dimensiones de las piscinas artificiales en donde tuvieron lugar las naumaquias de César y de Augusto, la maniobrabilidad de las naves participantes en ellas debió de ser muy limitada, por lo que el atractivo de dichas batallas navales radicaría en la contemplación de las naves y de las luchas sangrientas libradas desde ellas por los combatientes.
No sucedió lo mismo en la naumaquia ofrecida por Claudio en el año 52 en el lago Fucino, uno de los más grandes entonces de Italia, en los Abruzzos, antes de que se abrieran las compuertas del largo túnel por el que las aguas del mismo drenarían en el río Liris, según un antiguo proyecto de César, con el que se pretendía convertir en terreno cultivable las fértiles tierras del fondo del lago. En aquella ocasión, lucharon, como señala Tácito (Anales XII, 56), 19.000 hombres, entre combatientes y remeros, repartidos en dos flotas, una siciliana y otra rodia, compuestas en total por 100 naves grandes trirremes y cuatrirremes, en un espacio del lago acotado, pero lo suficientemente amplio para permitir mostrar con todo realismo la fuerza de los remeros, la habilidad de los pilotos, las evoluciones de las naves y las particularidades de la lucha en el mar. Para impedir que ninguno de los participantes en el combate huyera, pues todos eran condenados a muerte, había hecho rodear el lago con balsas, en las que se habían apostado manípulos y escuadrones de las cohortes pretorianas y en las laderas de la montaña se habían montado una plataformas para disparar desde ellas las catapultas y ballestas. Aquellos, sin embargo, lucharon con tal arrojo, que a los supervivientes se les perdonó la vida. Esa fue la primera vez, según Suetonio (Op. cit., Claudio, XII, 112), que se usó, omo indicamos en otro lugar, el promonitorio saludo: “Ave, Caesar, morituri te salutant”, el cual, allí sí, tenía todo su sentido.
Nerón, en el año 57 d. C., convirtió la arena del anfiteatro de madera – mandado construir por él en el Campo de Marte-, en un gran estanque, donde se exhibieron, según Suetonio (Op. cit., Nerón, XII, 2-6) animales marinos, y, a continuación, se reprodujo un combate naval entre persas y griegos, en recuerdo de las Guerras Médicas; finalmente, sacada el agua, ofreció en la arena unos combates de gladiadores y un combate de tropas. En el año 64, organizó en el mismo escenario otra naumaquia y un combate de gladiadores, que fue seguido de un opulento festín organizado por su jefe de la guardia pretoriana, Tigelino, como recoge Dión Casio (Historia Romana LXII, 15, §1). También el emperador Tito, dentro de los Juegos fastuosos que organizó en la inauguración del Coliseo (80 d. C.), dio una naumaquia en la piscina artificial de Augusto y otra, según Dión Casio (Op. cit. LXII, 15,§ 1), en el Coliseo, tras inundar de agua la arena, espectáculo que repitió allí mismo, en el año 85, su hermano, Domiciano, como recoge Suetonio (Op. cit., Domiciano, IV, 6-7), antes, por tanto, que se construyera, a instancias suyas, la compleja red de habitaciones, a la que nos referimos más arriba. Este mismo emperador, que había sentido siempre grandes celos a su hermano, preferido por su padre, Vespasiano, para superar, quizá, la naumaquia de aquel, ofreció, en el año 89, otra gigantesca, en la que lucharon casi dos flotas completas en un gran lago artificial cerca del Tíber, al que circundó con gradas. Durante la representación, estalló una fuerte tormenta, pero él prohibió que nadie abandonara su puesto hasta que no muriera el último combatiente, lo que provocó que muchos espectadores enfermaran y fallecieran después a consecuencia de ella. Es probable que ofreciera también algún espectáculo naval en el estadio que había mandado levantar para celebrar en él competiciones atléticas de tipo griego y carreras de caballos, en el lugar donde hoy se encuentra la Plaza Navona, que mantiene las dimensiones y forma que tenía entonces la arena del citado estadio. Su capacidad era de unos 30.000 espectadores. La última naumaquia de la que se tienen noticias fue la que organizó el emperador Filipo el Árabe en el año 248 en el antiguo lago artificial de Augusto, acondicionado previamente.
Las naumaquias en los anfiteatros citados fueron menos costosas, por razones obvias, que las organizadas en lagos artificiales, pero los navíos de guerra participantes debieron de tener las mismas e incluso mayores limitaciones para maniobrar y hasta para flotar que en estos. ¿Y qué decir de las naumaquias en otras ciudades del Imperio? Por debajo de la arena de los anfiteatros de Verona y de Mérida y en la orquestra de algún teatro, se han encontrado conductos de agua, que podían llevar a pensar que en ellos se celebraron igualmente naumaquias. Las dimensiones, sin embargo, de sus respectivas piscinas o las de la orquestra de los teatros donde se encontraron dichos conductos, suponiendo que en ellas se montaran espectáculos acuáticos, debieron de ser de carácter bastante modesto.

♦ Representaciones teatrales (Ludi scaenici).
Características generales de los juegos escénicos.
Las representaciones dramáticas fueron incluidas en los ludi romani como un espectáculo más de entretenimiento y diversión del pueblo. El carácter, por tanto, de las mismas y el espíritu que las animó fueron muy diferentes a los de las representaciones teatrales griegas. Su organización implicaba gastos muy inferiores a los de las carreras de carros del circo, los combates de gladiadores y las venationes, por lo que fueron ganando terreno a estos con el paso del tiempo. En el último siglo de la República, por ejemplo, de los 77 días al año dedicados a los Juegos, 55 de ellos se reservaban para las representaciones dramáticas; y, en 354 d. C., se destinaban a las mismas 101 días de los 177 en que entonces había Juegos. A pesar de esto, el teatro en Roma tuvo mucha menos aceptación que los espectáculos que se ofrecieron en el circo y en el anfiteatro, dado que gran parte del público que asistía a él -el vulgus necium, grosero e inculto, del que habla Horacio-, tenía escasa sensibilidad y nula formación para presenciar con la debida atención e interés los montajes escénicos. Hay abundantes testimonios de la época en los que se denuncia el mal comportamiento de los espectadores en las representaciones y los graves desórdenes provocados en ellas por los hinchas, sobre todo, de las diferentes compañías de teatro. Se entiende, por tanto, que un público así, que era el mismo que vibraba, como indicamos arriba, con las carreras de carros, los combates de gladiadores y las venationes, exigiera en el teatro un espectáculo divertido y visual, en el que la danza, la música y el canto fueran un ingrediente importante del texto hablado, y prefiriera, por tanto, la comedia a la tragedia y, por encima de todo, las atelanas, mimos y pantomimas, de gran raigambre popular, en los que se solían presentar acciones vulgares de la vida cotidiana, entretenidas y ligeras, resaltando su lado ridículo, caricaturesco, mordaz y escandaloso.
Fuera de Roma, en época imperial, todas las ciudades de alguna relevancia tuvieron teatro y anfiteatro y algunas de estas, incluso anfiteatro, que fueron los monumentos más importantes y representativos de las mismas, a través de los cuales se introdujeron en ellas los modos del otium romano. Los espectáculos, sin embargo, ofrecidos en estos no alcanzaron, obviamente, la dimensión ni la importancia que tuvieron en Roma. Las representaciones escénicas, en concreto, salvo en las ciudades del mundo griego con una larga tradición al respecto, debieron de darse en contados días del año por compañías de teatro ambulantes, que llevarían en su repertorio farsas atelanas, mimos o pantomimas y, rara vez, alguna comedia de Plauto.
Lugar de representación.
En Roma, las representaciones teatrales debieron de realizarse en un principio, como ocurriría en la antigua Grecia, al aire libre sobre un simple tablado de madera desmontable, de unos dos metros de alto, el cual se colocaría pegado a la pared de algún edificio, en la que, a veces, se colgaría algún tipo de decorado para ambientar la obra y facilitar el seguimiento de la misma a los espectadores, los cuales verían de pie la representación. Posteriormente, se pusieron gradas desmontables, quizá solo para los magistrados y autoridades, como recoge T. Livio (Op. cit. XXIV, 44, 5), y muchas veces las representaciones debieron de realizarse al pie de alguna colina o montículo, cuyo desnivel permitiría colocar en él dichas gradas y posibilitar a los espectadores que no las ocuparan seguir aquellas sentados en el suelo o de pie. El paso siguiente fue construir teatros de madera y alguno incluso de mampostería, los cuales eran destruidos después de las representaciones, a partir, sobre todo, del Senadoconsulto de 155 a. C. solicitado por el cónsul P. C. Escipión Nasica Córculo, por el que no se permitían teatros permanentes, al considerar aquellas perjudiciales para la moral pública. En el año 55 a. C., Pompeyo el Grande, para eludir el citado Senadoconsulto, aún en vigor, ideó construir en el Campo de Marte un templo, elevado en alto, dedicado a Venus Victrix, delante del cual construyó, como si fuera un añadido de él, un teatro de piedra.

Esto, además, constituyó una innovación importante respecto a los teatros griegos, ya que, mientras el graderio de estos se apoyó siempre en la falda de una montaña, el de Pompeyo se levantó todo él sobre terreno llano. Después de éste, convertido ya en letra muerta el Senadoconsulto de Escipión Nasica, Lucio Cornelio Balbo construyó otro, con idénticas características y una capacidad para 7.500 espectadores, en torno al año 20 a. C., del que se conservan unos interesantes restos soterrados, que vale la pena visitar en vía Boteghe Oscure, nº 31; y, en el año 14 a. C., se inauguró el Teatro de Marcelo, iniciado por César y terminado por Augusto, que fue uno de los más grandes teatros romanos y podía acoger a unas 20.000 personas. De él se conservan restos, bastante bien conservados, de la primera y segunda planta, visibles por el exterior.
Tipos de representaciones.
Las primeras representaciones en Italia relacionadas con el teatro fueron piezas muy breves, presentadas por actores no profesionales, en las que se mostraban escenas de la vida ordinaria y cuyas principales características eran: la improvisación, la danza y la música de flauta, un lenguaje sencillo y popular y una tendencia a lo picante, mordaz y obsceno (el italum acetum, a que se refirió Horacio), destacando entre ellas la atelana y el mimo y, en época imperial, también la pantomima.
La fábula atelana procedía de la ciudad osca de Atella y era una comedia burda en la que jóvenes actores aficionados, que actuaban con máscara, representaban acciones ridículas de la vida corriente generalmente improvisadas, encarnando a una serie de personajes fijos: Pappus, viejo bobalicón, al que su mujer le engañaba siempre; Dossenus, jorobado, astuto y sabihondo, que solía acompañar sus respuestas con golpes y bofetadas; Buccus, tipo parlanchín; Macus, joven tonto y atolondrado, hazmerreir de los otros, que solía salir molido a palos de la representación; Manducus, glotón; y Panniculus, personaje con atuendo multicolor, predecesor, según algunos, de Arlequín, de la Comedia dell´Arte italiana. Alrededor del siglo III a. C., se puso de moda en Roma como entremés o farsa, desplazando a las sátiras. A principios del siglo I a. C., Lucio Pomponio y Novio escribieron fábulas atelanas, de las que sólo se conservan los títulos, algunos de los cuales sugieren que en ellas se incluían también burlas mitológicas. El público las acogió muy bien, y llegaron a ser representadas al final de las tragedias como exodium, siendo muchas veces una parodia de las mismas. Desde mediados del siglo I a. C. dejaron de estar en boga cediendo terreno al mimo, con el que acabaron por confundirse en época imperial.
Mimo. La palabra “mimo” se emplea indistintamente para denominar una pieza teatral -parecida en muchos aspectos a la atelana, pero sin personajes fijos-, y a los actores que la representan. En las representaciones del mimo, se partía de una especie de guión, el cual se desarrollaba y enriquecía con las aportaciones improvisadas de los actores, renovándose, por tanto, según el lugar donde se representaba y las conveniencias del momento. Los actores no llevaban máscara, por lo que los papeles femeninos los interpretaban mujeres, que al final se solían desnudar (nudatio mimarum). El mimo fue ganando terreno poco a poco a la atelana y, en el siglo I a. C., se convirtió en el género cómico de mayor aceptación entre el público. Décimo Laberio (106-43 a. C.) fue el primero que elevó a categoría literaria el mimo improvisado y sin texto poético, que hasta entonces se había representado en Italia y en Roma. Como pieza bufa y corta que era, entretenía a los espectadores mientras se hacían los últimos preparativos de las comedias y tragedias, entre acto y acto, sustituyendo a los flautistas, o al final de las mismas., y en él se presentaban temas mitológicos con un fuerte componente lascivo, parodias de comedias y tragedias, escenas callejeras o familiares por su lado ridículo y grosero y las habladurías o chismes que circulaban por la ciudad. No sorprende, por tanto, que Cicerón, hallándose fuera de Roma, pidiera a su secretario Ático que le informara de los actuaciones de los políticos en ella y de las “alusiones de los mimos” (Cic., Att. 14, 3, §2). Los mimos y. posteriormente, también los pantomimos gozaron de licencia casi absoluta para hacer burlas y alusiones satíricas del día a día de la urbe, incluso la más arriesgada de quienes ostentaban el poder, incluidos los emperadores.
La pantomima era un espectáculo en el que se ofrecía un relato no mediante diálogos y palabras, sino a través de la acción mímica de un actor (pantomimo). Este, en efecto, era el encargado de contar una historia, con todo lujo de detalles, mediante gestos, mientras otro actor, con acompañamiento de flauta, cantaba el argumento de lo que se estaba representando (T. Livio, op. cit. VII, 2). A veces, otro actor añadía una breve explicación para que los espectadores pudieran seguir la historia sin perderse. En este espectáculo, la danza desempeñaba también un papel importante. El pantomimo actuaba con máscara, sin apertura en la boca, por lo que su expresividad residía no en la cara y los ojos, sino en las manos y en los dedos y en los movimientos expresivos de todo su cuerpo. En Roma, la pantomima fue introducida a comienzos del Imperio por Pílades de Cilicia y Batillo de Alejandría, que sustituyeron al primitivo cantor por un coro entero e incluyeron otros instrumentos, además de la flauta, como la siringa, el tambor, crótalos, tímpanos y platillos. Para todas las pantomimas se escribía un libreto (fabula saltica), que contenía las partes cantadas, y los temas favoritos en ellas eran las historias de amor y, sobre todo, los episodios más libidinosos de la vida de los dioses y de los héroes. Por todo ello, no sorprende que la pantomima y el mimo, en el que se presentaban similares licencias e inmoralidades, se convirtieran pronto en el espectáculo teatral preferido por las masas y acabaran por hacer olvidar los géneros dramáticos mayores (tragedia y comedia), después de haber compartido escenario con estos algún tiempo. La corta duración, por otra parte, tanto del mimo como de la pantomima (media hora, como mucho), y su fuerte componente de música y danza hicieron que resultaran mucho más atractivos que la tragedia y la comedia para el gran público, que, en ellos, no tendría tiempo de aburrirse.

Tragedia y comedia. Tras las conquistas efectuadas por los romanos en el siglo III a. C. de las ciudades de la Magna Grecia, de Sicilia y, posteriormente, de otras del Oriente helenístico, se produjo una helenización creciente de la cultura y de las costumbres romanas, que afectó también al teatro latino. Livio Andrónico, en efecto, con motivo de los Juegos organizados para celebrar el fin de la primera Guerra Púnica, puso en escena, el año 240 a. C., una tragedia y una comedia traducidas del griego, iniciándose así en Roma las representaciones dramáticas regladas o literarias, las cuales compitieron desde el primer momento, en clara desventaja, sobre todo, la tragedia, con las de los géneros de teatro menores, referidos antes. En la literatura latina, sin embargo, la mayor parte de las obras dramáticas son denominadas con el nombre genérico de fabula; la tragedia, en concreto, con los nombres de fabula coturnata y fabula praetexta, y la comedia, con los de fabula palliata y fabula togata.
La fabula coturnata era una tragedia de asunto griego y su nombre se debe a que los actores principales llevaban, como los griegos, el “coturno” o bota alta; mientras que la fabula praetexta tomó sus argumentos de las leyendas o de hechos históricos romanos, derivando su nombre de la toga con el borde de púrpura (praetexta), que vestían también aquellos. La tragedia, como dijimos más arriba, no alcanzó en Roma la popularidad que lograron la comedia y, sobre todo, las otras formas escénicas mencionadas. Así y todo, la fabula coturnata y, en bastante menor medida, la praetexta, se representó entre 240 y 90 a. C., siendo sus principales autores Ennio, Pacuvio y Accio, de cuyas tragedias se conservan escasos fragmentos. Más de un siglo después, Séneca, consejero de Nerón en los primeros años de su reinado y principal representante del estoicismo romano, escribió también tragedias, dedicadas al recitado y a la lectura en círculos literarios e intelectuales reducidos, ocho de tema griego y una, Octavia, de tema romano, aunque parece probado que no la escribió él. También Séneca siguió la práctica habitual en el teatro literario latino consistente en mezclar distintas obras griegas en una misma tragedia, tomó como modelo sobre todo a Eurípides y mostró un gusto especial por los detalles truculentos y por la desmesura en el análisis y expresión de los sentimientos y pasiones de los personajes, cuyo código de valores morales es muy distinto del de los personajes de Eurípides, debido a sus ideas filosóficas y a su moral estoica, que aparecen claramente reflejadas en sus tragedias. Su estilo es retórico.
La fabula palliata era la comedia latina de tema griego, y recibió su nombre del “pallium” o manto griego de los primeros actores, mientras que en la fabula togata éstos vestían la toga viril, de color blanco, y se ponían en escena tipos y costumbres de la vida cotidiana romana. Los dos autores más importantes de la comedia literaria latina fueron Plauto y Terencio, los cuales escribieron sólo palliatae, inspirándose en Dífilo, Filemón y Menandro, representantes más importantes de la Comedia Nueva, de carácter costumbrista, del gusto de la clase burguesa ateniense de entonces, en la que se presentan tipos y situaciones cómicas adaptables a cualquier otro tiempo y lugar: el viejo avaro, el joven enamoradizo, el esclavo avispado, la cortesana desenvuelta, etc. En la imitación de los citados autores (Menandro, sobre todo), se tomaron una gran libertad, utilizando, especialmente Plauto, en una misma obra argumentos de distintos originales y mezclando incluso escenas de autores distintos (procedimiento que se conoce con el nombre de las contaminatio), e introduciendo tipos y costumbres familiares a los espectadores romanos y recursos cómicos típicamente itálicos. De este modo, consiguieron crear una comedia diferente, enteramente latina.
Plauto (ca. 254-184 a. C.) fue el más popular de los autores de comedias latinas, con las que buscó, por encima de todo, provocar la risa de los espectadores y conseguir un efecto cómico en cada escena, aunque para ello tuviera que sacrificar la lógica interna de la acción. Eso mismo le llevó muchas veces a caer en contradicciones, anacronismos e incongruencias y a alargar los episodios más allá de lo verosímil. Para lograr esa comicidad fácil, recurrió también a las situaciones equívocas, los dobles sentidos, la parodia, el cambio de personajes y su reconocimiento al final de la obra, así como a una gran complicidad entre todos los actores, una picaresca desbordante y un lenguaje popular de gran fuerza cómica. Respecto a la estructura formal de sus obras, Plauto se distanció de los modelos griegos, creando una comedia en la que alternaban la acción y la danza, así como la parte dialogada o recitada (diverbia) -que sólo comprendía un tercio del total, en la mayor parte de sus obras-, y las partes cantadas (cantica), las cuales se componían de recitados al son de la flauta y de fragmentos melodramáticos (arias, solos, dúos), interpretados con acompañamiento instrumental. De las 130 comedias que se le atribuían, Varrón estableció como auténticas 21.
P. Terencio Afer (c. 190-160 a. C.) nació en Cartago ( de ahí, su cognomen) y, siendo todavía adolescente, llegó a Roma como esclavo del senador Terencio Lucano, que le concedió la libertad y le dio, además del cognomen de su familia, una esmerada educación. Murió muy joven y de él se conservan seis comedias palliatae, en las que, mostrando un humor fino e intelectual, busca provocar la hilaridad más próxima a la sonrisa que a la burla y a la risa abierta de Plauto. La lengua de sus comedias es de gran pureza y elegancia y los personajes tampoco guardan relación con los estereotipos caricaturescos pintados por este. En ellas, en efecto, los esclavos son serviciales, los hijos respetuosos, los padres afectuosos y responsables y las matronas respetables. Por todo ello, Terencio no consiguió el favor del gran público romano, aunque sí tuvo el de escritores como Cicerón, Quintiliano, César y Horacio, que lo prefirió abiertamente a Plauto, elogiando sobre todo su lengua, modelo de “sermo urbanus”.
A finales de la República, se había constatado la ausencia de obras dramáticas nuevas para su representación y, en los primeros años del principado de Augusto, se confirmó la tendencia a su desaparición al contrario que la atelana, el mimo y la pantomima, que continuaron haciendo las delicias del público romano hasta finales del Imperio, hasta el punto de que, en las casas de las familias pudientes, fue bastante corriente que hubiera pantomimos , mimos, flautistas, etc., y, a veces, compañías enteras, que amenizaban sus fiestas y las de quienes se los alquilaban, si bien los mejores solieron estar en el palacio del emperador.

Actores, máscaras y vestuario.
En Roma, los actores profesionales (histriones) procedían en su mayoría de las provincias orientales y estaban organizados en compañías (grex), integradas por muy pocos actores (cinco o seis, por lo general), cuyo director y administrador (dominus gregis) solía hacer, además, los primeros papeles. La elección de la/s obra/s a representar y de la compañía de teatro corría a cargo del organizador de los ludi scaenici, quien acordaba la cantidad de dinero que percibirían los actores, la cual variaba sustancialmente en función de la fama de cada uno de ellos y podían no cobrar, si la puesta en escena de la obra no había sido del agrado del público.
Los actores actuaban con máscara, a la manera de los griegos, excepto los mimos, que lo hacían sin ellas. Parece ser, sin embargo, que las máscaras se introdujeron tardíamente de forma regular en el teatro romano y, posiblemente, incluso los actores principales no las usaron siempre. Así se desprendería, por ejemplo, del comentario que hace Cicerón (De divinatione I, 37) sobre el actor Clodio Esopo, del que destaca la gran vivacidad en la expresión de su rostro y en todos sus movimientos (tantum ardorem vultuum atque motuum) cuando actuaba, la cual no habría podido apreciar, si aquel hubiera representado siempre con máscara. Había diferentes tipos de máscaras, que los actores se ponían según el personaje (rey, anciano, joven, niño, esclavo, mujer, etc.) que les tocara representar. Merced a ellas, un mismo actor podía representar papeles diferentes, incluidos los femeninos, en una misma obra, lo que se conseguía cambiando de máscara o usando una de doble expresión -con un lado de la cara sonriente, por ejemplo, y otro airado-, mostrando a los espectadores el que conviniera en un momento dado. La máscara, además, por su forma cóncava, potenciaba la voz del actor, la cual, a través de la abertura de la boca, que hacía de altavoz, llegaba mejor a los espectadores, sin que ello, por otra parte, fuera muy necesario, dada la excelente acústica que tenían tanto los teatros griegos como los romanos.
El vestuario de los actores romanos debió de imitar, en líneas generales, el simbolismo y las convenciones del vestuario griego: color púrpura para los reyes, oscuro para las personas de luto, abigarrados para los mercaderes, etc. La principal diferencia respecto a este, y en relación con los vestidos masculinos, fue el cambio del quitón y del himation, griegos, por la túnica y la toga, romanas, al menos en la fabula praetexta y en la togata; mientras que el vestuario femenino romano debió de ser bastante parecido al griego, y el de los actores que representaban a individuos de condición social baja, en la tragedia, sería el mismo que llevaban en la vida ordinaria; en cambio, en la comedia y, sobre todo, en el mimo y la pantomima, serían más informales y coloristas. Otra innovación en el teatro romano fue poner pelucas a las máscaras: de color blanco, si se trataba de ancianos, rojas, si eran esclavos, y amarillas, en el caso de los jóvenes. La clase de máscara, por tanto, y de vestido que llevaran los actores, permitiría a los espectadores reconocer fácilmente el papel que representaban. Los actores romanos solían calzar, como los griegos, altos coturnos en la tragedia y una especie de zuecos en la comedia.

Los espectadores.
Los espectadores del teatro eran los mismos que los del circo y del anfiteatro y, como en estos, ocupaban las secciones del graderío correspondientes a su clase social. En Roma, tras la aprobación de la Ley de Lucio Roscio Otón, tribuno de la plebe en el año 67 a. C., los senadores se sentaban en las gradas de la orquestra (proedria) o, quizá, en sillas móviles colocadas en ellas; los caballeros, en las gradas de la imma cavea; el grueso de la plebe, en las de la media cavea, y la plebe más humilde (pullati), en las de la summa cavea. Los esclavos, al parecer, podían asistir al teatro, en cuyo caso ocuparían, junto con las mujeres de clase social baja, la zona más alta del graderío, sin poderse sentar, salvo que hubiera asientos libres. Si el teatro tenía pórtico (súmmum maenianum), los esclavos y las mujeres seguirían las representaciones desde él de pie. En cambio, las esposas y las hijas de los miembros de la nobilitas debieron de sentarse junto a ellos. En una de las tribunas situadas encima de las entradas laterales de la orquestra (parodoi), se sentaría el organizador de los ludi scaenici y, en la otra, las Vestales.
Respecto al comportamiento del público en las representaciones, este fue, sin duda, similar al que mostraba en los otros Juegos, por lo que las seguiría con escasa atención y sin el silencio debido, especialmente si se trataba de una tragedia o de una comedia. Plauto se queja de ello en el prólogo de algunas de sus obras; y en el de Miles gloriosus (79-83), en concreto, pide a los que no quieran ver la obra que abandonen el teatro y dejen su asiento a otros interesados en ella. El hecho, por otra parte, de que las compañías de teatro y, aún más, los mejores actores tuvieran, igual que los aurigas, gladiadores y bestiarios famosos, admiradores entusiastas, como se aprecia, por ejemplo, en algunos grafitos de Pompeya, debió de originar frecuentes tumultos y altercados, en el sector, sobre todo, de la media y summa cavea, entre los partidarios de unos y de otros, suscitados muchas veces, de forma premeditada, por grupos contratados, que actuaban como provocadores, iniciando los aplausos o los silbidos, a lo largo de la representación, según les conviniera. Así mismo, el teatro fue también un lugar ideal para que el pueblo, que hacía tiempo se había arrogado el derecho sobre los Juegos, en general, exteriorizara, con gritos espontáneos o provocados por los citados grupos o con silencios ostentosos, su desaprobación ante algún magistrado allí presente por el deficiente abastecimiento, por ejemplo, de trigo a la ciudad, y de ahí que algunos de estos tuvieran miedo de acudir a él, como señala Cicerón (Filípicas I, 36-37). Dichas manifestaciones de protesta o de reivindicación y, en ocasiones, incluso de burla a miembros de la familia del emperador se siguieron haciendo en época imperial (tanto más cuanto que los Comicios, donde el pueblo podía manifestarse, habían dejado de convocarse desde Augusto), ante las cuales algunos emperadores acabaron por ceder para no perder su reputación, como señala Suetonio (Op. cit., Tiberio 47), pero otros las sofocaron haciendo graves escarmientos en el propio teatro (Tácito, Anales I, 77). No fue este el caso de Nerón, emperador populista y demagogo como el que más, a quien le encantaba ir al teatro (también al anfiteatro, en el que participó alguna vez como gladiador), pues era el lugar ideal para exhibir sus dotes de poeta, músico y actor, de las que solía alardear, las cuales, como es de suponer, serían magnificadas por su claque de aplaudidores, los llamados Augustinianos, que llegó a hacerse famosa. También las mujeres mundanas de la alta sociedad acudían al teatro para sus cazas y tercerías; las ligeras, para sus devaneos; y las elegantes, para hacer ostentación de sus alhajas y porte distinguido, como señala Ovidio: “Van al teatro a ver y a que las vean” (Ars Amandi I, 99). Finalmente, fue bastante corriente, en época imperial sobre todo, repartir comida, al mediodía, a los espectadores de los Juegos del teatro, circo o anfiteatro que no hubieran ido a comer a sus casas, y arrojar al público de la media y summa cavea, en los entreactos, regalos comestibles y papeles canjeables por ánforas llenas de trigo o de aceite, monedas, etc. No existe apenas información sobre los tipos y número de representaciones, clases de espectadores y comportamientos de estos en las mismas, liberalidad de sus organizadores, etc. en las otras ciudades del Imperio que dispusieron de un teatro. Teniendo en cuenta, sin embargo, que todas ellas intentaron imitar los modos de vida de Roma, se puede imaginar cómo se organizaría en ellas el ocio festivo, conocida la organización social y política, así como la categoría y recursos de las mismas.
3. Premios de los ganadores en los Juegos.
Entre los romanos, la profesión de auriga, gladiador, bestiario y actor fue ejercida por esclavos y libertos, que carecían de los derechos políticos y de muchos de los sociales, de los que disfrutaban los ciudadanos, y, en consecuencia, fue considerada deshonrosa, si bien el menosprecio por esta clase de gente, bajo el Imperio, dejó ya de estar inserto en la conciencia del pueblo, y solo algunos escritores, como Cicerón, Séneca y, sobre todo, Juvenal, siguieron manteniendo los antiguos prejuicios al respecto y criticaron la crueldad que se exhibía en la mayoría de los Juegos públicos. En época imperial, en efecto, cualquier tipo de espectáculo, incluido el teatro, levantó, como indicamos más arriba, las pasiones del público, lo que provocó que los que sobresalían en el ejercicio de cualquiera de las citadas profesiones consiguieran, como don más preciado, la espada de madera (rudis) símbolo de libertad, si eran esclavos, y se hicieran muy populares y famosos, hasta el punto de que, si se trataba de aurigas, gladiadores o bestiarios, cuando paseaban por las calles de Roma, lo hicieran habitualmente rodeados (sobre todo, los primeros) de una caterva de aduladores y admiradores, y que familias pudientes y los emperadores más populacheros los invitaran a sus fiestas y departieran con ellos con una gran familiaridad, como, por ejemplo, Calígula, el cual frecuentaba la caballeriza de los verdes, en donde muchas veces comió con los aurigas, y profesó a Eutiques una gran amistad, o Heliogábalo, que tuvo como favorito a Hierocles, quien gobernó realmente el Imperio en su tiempo con una autoridad superior a la suya.
Debido a esa popularidad, no sorprende que un emperador tan exhibicionista y fatuo como Nerón intentara emular a los gladiadores más famosos saltando a la arena para combatir con uno de ellos, el cual, cabe imaginar, lucharía con armas de madera; o para enfrentarse a un león, al que entrenadores expertos se lo habrían preparado convenientemente para que no le causara ningún tipo de herida antes de matarlo; y que el emperador Cómodo, al que se rememora en la película Gladiator, transformara su palacio en una arena, entrenándose allí en matar animales, y se presentara con asiduidad en el Coliseo para luchar como gladiador o como bestiario, en el cual llegó a dar muerte en un solo día a un centenar de osos. A todo esto hay que añadir la admiración y, en muchos casos, la gran pasión que despertaron las “vedettes” de los diferentes espectáculos públicos en algunas damas de la alta sociedad, incluidas las esposas de los emperadores, como Mesalina, Domicia Longina y Fautina, esposas de Claudio, Domiciano y Marco Aurelio, respectivamente, cuyos amantes acabaron trágicamente. También algunos de los aurigas que obtuvieron un mayor número de victorias fueron cantados por algunos poetas (Marcial, entre otros) y representados especialmente en los mosaicos y, en algún caso, llegaron a tener estatuas propias; y los mejores caballos, incluso, gozaron de gran popularidad en Roma y fuera de ella, figurando sus nombres al lado del de los aurigas. El poeta latino Marcial confirma esto último, cuando dice: “Yo, el famoso Marcial, conocido por las gentes por mis versos de once pies y por mi mucho salero…, no soy más conocido que el caballo Andremón” (Epigramas, X, 9).
Aparte de esto, las citadas “vedettes” de la arena y de la escena recibieron regalos de muchos de sus admiradores de la clase social alta, sobre todo, y de los emperadores, lo que hizo que bastantes de ellos amasaran una gran fortuna. El auriga Diocles, por ejemplo, de la provincia de Lusitania, que fue unos de los más famosos de la Roma Antigua, logró ganar, según el profesor Peter Struck, más de 35 millones de sestercios (unos 12 millones de euros), habiendo obtenido la palma en 1.462 carreras, de las 4.247 en las que participó. Esto explicaría que algunos llegaran, incluso, a integrar el trust de las facciones. Y, entre los actores de teatro más destacados, Clodio Esopo, por ejemplo, que fue el mejor actor romano de tragedia y amigo de Cicerón, dejó en herencia, según Macrobio (Saturnalia III, 14, 13), a su hijo Clodio miles de sestercios (ducenties sestetium); a su vez, Q. Roscio Galo, actor cómico igualmente reputado y amigo también de Cicerón, que recibió de él lecciones de pronunciación y declamación, fue distinguido por Sila con el anillo de oro, privilegio de los caballeros, y con una gratificación del erario público de 1.000 denarios diarios (Macrobio, Saturnalia III, 14,§13-14).
¿Y qué sucedió con los que no fueron populares ni famosos? No se sabe después de cuántos años quedaban libres de seguir combatiendo los gladiadores y bestiarios, al término de su contrato con el lanista. Algunos consiguieron la espada de madera (rudis), símbolo de libertad, antes de que venciera éste y sin que hubieran llegado aún a ser ídolos del público, casi siempre por una concesión generosa del emperador a petición generalizada e insistente de aquel después de haberlos visto luchar en repetidas ocasiones con gran valentía y excelente técnica. Dicha concesión, sin embargo, no siempre se produjo por la gran resistencia que mostraron al respecto los propietarios de los mismos, ya que la liberación de sus pupilos de dicho compromiso suponía para ellos sensibles pérdidas tanto mayores cuanto mejor se cotizaran. Los que habían conseguido salvar la vida en los combates que tuvieron que afrontar (muy pocos sobrevivieron a más de 10 de ellos, teniendo que librar, al parecer, 2 ó 3 al año), finalizado el contrato, si habían ahorrado dinero suficiente, se retiraban a su pequeña parcela de terreno, adquirida con este, para pasar tranquilamente en ella como apacibles propietarios el resto de sus días; a otros, con una larga experiencia en el oficio, les quedaba el recurso de hacerse instructores (doctores) en las escuelas de gladiadores; y el resto (que fue la mayoría), debió de optar o bien por reengancharse, si aún eran jóvenes, o bien por mendigar. Algo similar les debió de ocurrir a los aurigas. También la mayoría de los actores de teatro vivirían pobremente, tanto más cuanto que, en Roma, al menos, había más de una compañía, lo que obligaría a sus integrantes a complementar sus ingresos realizando otras actividades y giras teatrales por diversas ciudades.
4. Desaparición de los Juegos romanos.
La declaración del cristianismo por Teodosio, en 396 d. C., como religión oficial del Estado fue letal para los Juegos públicos romanos, dejando poco a poco de organizarse por su carácter pagano y, en el caso de los munera gladiatoria, sobre todo, por la crueldad que se exhibía en ellos. En Occidente, los combates de gladiadores fueron abolidos por un edicto del emperador Honorio en 404; en cambio, las carreras de carros en el circo se siguieron organizando, a pesar de las prohibiciones y amonestaciones de la Iglesia, hasta el año 549, en el que Totila, rey de los godos, ofreció en el Circo Máximo la que sería última carrera de carros; mientras que el último espectáculo de venationes, limitado a caza de fieras, lo dio el rey de los godos Teodorico en el año 523. También dejaron de representarse los mimos y las pantomimas por las presiones de la Iglesia, que las consideraba obscenas y porque en ellas se atacaba frecuentemente los ritos y la moral de los cristianos.