Sinopsis de Historia de Roma Antigua

I N D I C E

SINOPSIS DE HISTORIA DE ROMA ANTIGUA

1. NOCIONES PRELIMINARES

1.1. Marco geográfico de Italia antigua.

1.2. Legado de Roma antigua a la civilización occidental.

1.3. Orígenes de Roma.

2. LA MONARQUIA (753 – 509 A. C.)

3. LA REPÚBLICA (509 – 27 A. C.)

3.1. Dificultades de la novel República.

3.2. Conquista de Italia península (327 – 272 a. C.) 

3.3.  Guerras púnicas (264 – 202 a. C.)

3.4. Conquista de los reinos helenísticos (197 – 146 a. C.)

3.5. Causas del Imperialismo romano.

3.6. Consecuencias de las conquistas romanas en los siglos III y II a. C.   

3.7. Crisis y caída de la República (133- 30 a. C.)

4. EL IMPERIO (27 A. C. – 476)

4.1 Principado o Alto Imperio (29 a. C. – 284)

4.2. Dominado o Bajo Imperio (284 –  476)

5. LA ACCIÓN DE ROMA EN LA PENÍNSULA IBÉRICA

5.1. Hechos históricos más importantes.

5.2. Organización político – administrativa de Hispania.

5.3. Explotaciones más importantes de Roma en Hispania.

5.4. Romanización de Hispania.

 

1. NOCIONES PRELIMINARES

1.1. Marco geográfico de Italia antigua.

     Italia es la central de las tres grandes penínsulas del Mediterráneo (balcánica, itálica e ibérica), en la cual se pueden distinguir tres regiones principales, que presentan las características siguientes:

  • Región continental. Por el Norte, la separan los Alpes la separan del resto de Europa, y comprende, como zona más importante, la llanura del río Po, la cual estuvo durante mucho tiempo bajo dominio de diversas tribus celtas o galas, por lo que fue denominada Galia cisalpina (es decir, la Galia del lado de acá de los Alpes), para diferenciarla de la Galia transalpina (o Galia del otro lado de los Alpes), la cual abarcaba, fundamentalmente, los territorios de la Francia actual, cuyos habitantes, por ello, son conocidos también como “galos”.

  • Región peninsular. Recorrida de norte a sur, a modo de columna vertebral, por los Apeninos, esta región, que tiene la forma de una “bota”, presenta dos grandes vertientes: la oriental, bañada por el mar Adriático y el mar Jónico, y la occidental, por el mar Tirreno. En dicha región, a su vez, habría que distinguir como zonas más importantes las siguientes: En la parte noroeste, Etruria o Toscana, dominada durante cerca de tres siglos por los etruscos, los cuales ejercerían una gran influencia en la historia de Roma; al sur de la Toscana, se encuentra el Lacio, en donde surgió Roma, la cual llegó a ser capital de uno de los Imperios más grandes y duraderos que ha conocido la historia; al sur del Lacio, está la fértil Campania, y, al este del Lacio y de la Campania, el país montañoso del Samnio, con quien Roma sostuvo tres duras guerras por el dominio de la Campania; y, en la Italia meridional, se encontraba la Magna Grecia, denominada así por las numerosas colonias griegas que se fundaron allí y en la mayor parte de Sicilia.

  • Región insular. Comprendía tres islas grandes: Sicilia, Córcega y Cerdeña, y otras más pequeñas, como Capri, Ischia, Elba, etc., todas ellas en el mar Adriático.

Mapa de Italia Antigua

1.2. Legado de Roma antigua a la civilización occidental.

   Roma nos ha dejado el Latín, del que derivan, en su versión coloquial (latín vulgar), varias de las lenguas europeas, las llamadas lenguas romances o neolati- nas  (Castellano, Catalán, Gallego, Portugués, Francés, Occitano, Italiano, Sardo, Rumano y Retorromanche); y, como lengua culta, el latín fue el medio habitual de transmisión de conocimientos  en la Edad Media y, especialmente, en el Renacimiento. Después del Renacimiento, aún se siguió empleando hasta el siglo XVIII como lengua de la ciencia y de la filosofía. El  Latín, por último, se ha mantenido como lengua oficial de la Iglesia católica, que lo sigue utilizando en la liturgia y en sus documentos

     También Roma nos legó el Derecho civil (no el penal, que, en Roma, se desarrolló poco), a través del Corpus Iuris Civilis, compilado en el s. VI, a instancias del emperador bizantino Justiniano, el cual se convirtió en modelo de los sistemas legales de la mayoría de los países de la Europa continental y de Sudamérica  que ha inspirado muchas de las leyes europeas y fue pionera en Europa en las grandes obras de ingeniería, aspectos ambos en los que superó ampliamente a los griegos. Así mismo, Roma supo transmitir en los territorios conquistados por ella la cultura griega fundida con sus propias aportaciones. Finalmente, los romanos fueron los artífices de las instituciones y mecanismos en los que se basan las democracias modernas, para las que no habrían servido las instituciones griegas, creadas para gobernar una pequeña ciudad-estado.    

1.3. Orígenes de Roma.

Según la leyenda

     Una leyenda, debida a autores griegos, que pretendían vincular los orígenes de Roma con el pasado legendario de Grecia, refiere que Eneas, hijo de Venus y del troyano Anquises, salió de Troya con su padre Anquises a hombros y acompañado de su esposa Creusa, que se perdió al poco de iniciar la salida, su hijo Ascanio (también llamado Julo) y algunos de los suyos, después de que aquella fuera destruida por los griegos, para fundar, por designio de los hados, una nueva Troya en Italia. Tras un viaje azaroso por el Mediterráneo, llegó al Lacio, en donde reinaba Latino, que le dio por esposa a su hija Lavinia, a pesar de estar prometida a Turno, rey de los rútulos, pues un hado había predicho que se casaría con un extranjero. La guerra entre ambos la terminó Julo, quien fundó la ciudad de Alba Longa, la cual se convirtió después en  metrópoli del Lacio.

     Según otra leyenda, también de origen griego, Procas, descendiente de Ascanio, legó el trono a su hijo Numítor; pero su otro hijo, Amulio, lo destronó y, para evitar que un descendiente suyo le arrebatara el poder, mató a los hijos varones de Numítor y obligó a su hija, Rea Silvia, a hacerse Vestal (las Vestales debían permanecer vírgenes mientras estuvieran al servicio de Vesta). Pero un día Rea Silvia, cuando paseaba por los alrededores de Alba Longa, se encontró con un lobo y, para escapar de él, corrió a refugiarse en una gruta próxima, en donde fue poseída por el dios Marte, y nueve meses después dio a luz a los gemelos Rómulo y Remo. Después del nacimiento de estos, su madre, Rea Silvia, fue condenada a muerte por haber violado su voto de virginidad, y los niños fueron depositados en una cesta de mimbre, la cual, arrojada al río Tíber, quedó prendida en las raíces de una higuera al pie del monte Palatino. Recogidos y amamantados en un primer momento por una loba, se criaron después entre pastores y, cuando fueron adolescentes, descubierto su origen, ayudaron a su abuelo a recuperar el trono. Agradecido Numítor por esto, les permitió fundar una ciudad donde ellos eligieran. El lugar elegido fue el monte Palatino.

     Para saber cuál de los dos hermanos era el designado por los hados o por los dioses para ser el primer rey de Roma, decidieron someterse a los augurios, consultando el vuelo de las aves, lo cual sería entre los romanos el procedimiento habitual para conocer la voluntad de aquellos en cualquier empresa importante que se iba a emprender. Remo, situado en la cima del Aventino, vio pasar, el primero, seis buitres y Rómulo, en la del Palatino, vio doce poco después. Por ello, este, considerándose vencedor del augurio, se aprestó a realizar el trazado de la ciudad de Roma con un arado tirado por un buey y una vaca de color blanco, según un rito etrusco, y, al cruzar Remo, con gesto de mofa, dicho surco sagrado, lo mató diciendo: “Así mueran después quienes osen saltar las murallas de Roma”. Respecto a la fundación de Roma, se acabaría imponiendo la fecha señalada por el erudito Varrón, 753 a. C., frente a  las propuestas por otros sabios, griegos, en su mayoría.

     Para poblar la ciudad de Roma, Rómulo abrió sus puertas a quienes desearan establecerse en ella. Debido a esto, Roma se llenó de forajidos y depravados, por lo que no encontraban esposas. Para solucionar este problema, Rómulo organizó unos juegos en el Circo, a los cuales invitó a todos los habitantes de los pueblos vecinos, y, a una señal convenida, en el desarrollo de los mismos, los suyos se abalanzaron sobre las esposas e hijas de los allí presentes, sabinos en su mayoría (esto se conoce como Rapto de las Sabinas), obligando a los hombres a huir. Unos meses después, los sabinos volvieron a Roma para recuperar a sus esposas e hijas, pero estas les dijeron que eran felices con sus nuevos maridos, por lo que se selló definitivamente la paz entre ambos pueblos

Según la arqueología

     Si nos basamos en los datos arqueológicos, se deduce que, en torno al año 800 a. C., pastores y campesinos procedentes de los montes albanos fundaron la primera aldea sobre el monte Palatino, en el Lacio, y, posteriormente, se levantarían otras en las restantes colinas romanas (Capitolio, Quirinal, Viminal, Esquilino, Celio y Aventino). Dichas aldeas, donde sus habitantes vivían en cabañas, de las que se han encontrado algunos asientos en el Palatino, debieron de alcanzar poco a poco una relativa prosperidad, por ser aquel un territorio fértil y lugar de paso entre los Apeninos, el mar Tirreno, Etruria y la Campania, lo que les llevaría a constituir ligas (la más conocida de estas fue la del Septimoncio), de carácter religioso y económico y, quizá, militar para defenderse de un posible ataque etrusco.

Primeras asentamientos sobre el Palatino

2. LA MONARQUÍA (753 – 509 A. C.)  

     Según la tradición romana, a Rómulo le sucedieron tres reyes sabinos o latinos y  tres etruscos. La historicidad de los primeros es más que dudosa, pero no así la de los segundos. En efecto, los etruscos, cuya dominación se extendía desde el río Po hasta el Lacio,  sometieron la Liga del Septimoncio en el último tercio del s. VII a. C, y convirtieron las aldeas de las mencionadas colinas en una verdadera ciudad, la ciudad de Roma, a la que  Servio Tulio debió  de  proteger con una  muralla. También construyó una gran cloaca (Cloaca Máxima) para sanear la zona pantanosa que había entre el Palatino, el Quirinal y el Capitolio, en donde después se levantó el Foro Civil Romano.       

     Durante el siglo y medio que estuvo bajo dominio etrusco, Roma amplió su territorio y alcanzó un gran desarrollo en todos los aspectos, ya que los etruscos fueron un pueblo muy avanzado en el plano constructivo, agrícola y artesanal, y realizó un comercio bastante activo con los fenicios, primero, y con los griegos de la Magna Grecia y de la Hélade, después.  En el último tercio del s. VI a. C., sin embargo, los etruscos, tras conquistar la fértil Campania, fracasaron en su intento de apoderarse de Cumas, a la que ayudó Siracusa. Esto fue aprovechado por la aristocracia romana para expulsarlos de Roma e instaurar, en 509 a. C., según Varrón, la República, la cual, mientras duró, se podría decir que fue más bien una república “de iure” y oligarquía “de facto”.

     Como principal legado de los etruscos a Roma, hay que mencionar: el trazado urbanístico hipodámico; el arco, la bóveda y la cúpula (conocidos, pero no utilizados por los griegos); la construcción de templos para sus dioses y la representación de estos con figura humana, como hacían los griegos; el arte adivinatorio y el rito seguido en la fundación de las ciudades y los combates de gladiadores.

Cloaca Máxima desembocando en el Tíber

3. LA REPÚBLICA (509 – 27 A. C.)

3.1. Dificultades de la novel República.

     La naciente República hubo de hacer frente a dos importantes conflictos. El primero estuvo motivado por las reivindicaciones de los plebeyos, que pretendían limitar los abusos de poder de los patricios, grandes beneficiarios del cambio de régimen. El segundo se lo crearon a Roma los pueblos del Lacio, los cuales, producido el vacío etrusco, intentaron dejar la confederación latina, liderada por ella, y, así mismo, los pueblos montañeses vecinos (sabinos, ecuos, volscos…), que empezaron a ejercer una gran presión sobre las fértiles tierras de la vertiente tirrena.    

     Por esto, cuando los plebeyos amenazaron con retirarse al Monte Sacro y constituir un Estado paralelo al Estado patricio, la aristocracia, que necesitaba su concurso, tuvo que ceder a dicha presión, consiguiendo entonces los plebeyos, como reivindicaciones más importantes, la redacción del primer Código civil romano o Ley de las XII Tablas y la creación de los Tribunos de la plebe, intocables y con un poder efectivo enorme. Estas y otras concesiones de los patricios a los plebeyos durante los siglos V y IV a. C. permitieron al Estado romano superar, primero, la amenaza de los pueblos vecinos y afirmar su soberanía sobre el Lacio, y, después, extender su dominio en la Italia peninsular.

3.2. Conquista de Italia peninsular (327 – 272 a. C.)

     Rehechos de la derrota sufrida en Allia (390 a. C.) por parte de unas tribus galas, que saquearon e incendiaron Roma, los romanos se apoderaron de la Campania, después de librar tres duras guerras (343-290 a. C.) con los belicosos samnitas, que codiciaban también las fértiles tierras de esta región. Anexionada la Campania, Roma puso sus ojos en la Magna Grecia. Tarento, que era la más poderosa de las colonias griegas de esta zona, intentó ofrecerle resistencia, contando con el concurso de Pirro, rey del  Epiro y descendiente lejano de Alejandro Magno, el cual obtuvo algunas victorias sobre los romanos, que resultaron, sin embargo, tan perjudiciales para él en cuanto a la pérdida de efectivos, como lo fuera para los romanos; de ahí, la expresión: “victoria pírrica”. Vuelto a Italia, molesto con la actitud mostrada por las colonias griegas de Sicilia, tras haber logrado importantes éxitos militares combatiendo a favor de ellas, fue derrotado por los romanos en Benevento (275 a. C.), lo cual obligó a Tarento a capitular tres años después.

3.3.  Guerras púnicas (264 – 202 a. C.)

     Completada la anexión de la Italia peninsular, Roma rompió las hostilidades, en 264 a. C., con Cartago, que era dueña entonces de un gigantesco imperio comercial y poseía factorías en las islas de Córcega, Cerdeña y Sicilia, lo cual podía bloquearle su posible salida al mar Tirreno. Dicho enfrentamiento es conocido con la denominación de Guerras púnicas [1].

Primera guerra púnica (264 – 241 a. C.).

     La Primera guerra púnica tuvo como escenario la isla de Sicilia y terminó, tras alternativas diversas en el desarrollo de la misma debido a la guerra de guerrillas que utilizó contra los romanos el joven general cartaginés Amílcar Barca, el año 241 a. C. con el triunfo de la flota romana sobre la cartaginesa, que era, “a priori”, muy superior a aquella, en las islas Egadas. Esto permitió a Roma crear en Sicilia la primera provincia fuera de Italia. Años después, aprovechándose de una sublevación contra Cartago de sus soldados mercenarios, se anexionó también Córcega y Cerdeña.

Segunda guerra púnica (218 – 202 a. C.)

     Después de la Primera guerra púnica, Cartago, para resarcirse del duro revés que había sufrido en Sicilia, invadió el sur de España, en donde tenía diversas factorías. Su propósito entonces era aprovechar, mediante un dominio estable, las fuentes de riqueza peninsulares y proveerse de magníficos soldados cuando los necesitara. Asdrúbal, yerno de Amílcar Barca, fundó, en un lugar de la costa con un excelente puerto natural, la ciudad de Cartagena (“Carthago nova”), que pronto se convirtió en la base naval y comercial más importante de los cartagineses, y consiguió extender la zona de influencia cartaginesa hasta el río Ebro.

     A la muerte de Asdrúbal, las tropas proclamaron jefe al hijo de Amílcar, Aníbal, de tan sólo 20 años de edad, a quien su padre le había hecho jurar, según una tradición romana, odio eterno a los romanos cuando solo tenía 9 años. Asumido el mando, Aníbal partió de Cartagena con  un formidable  ejército, dejando a su hermano Asdrúbal el gobierno de la zona de influencia cartaginesa, y, para que no quedara ningún enemigo a sus espaldas, tomó en el año 218 a. C., tras nueve meses de asedio, la ciudad de Sagunto, aliada de los romanos, lo cual dio origen a la Segunda guerra púnica. 

Anibal
Anibal

     Después de la toma de Sagunto, Aníbal avanzó con su ejército hacia Italia bordeando la costa  mediterránea y, cuando llegó a la altura del Ródano, cerca del cual le esperaban los hermanos Publio y Gneo Cornelio Escipión, prefirió remontar el curso del mismo, porque deseaba aparecer de improviso, después de atravesar los Alpes, en la llanura del río Po, dominada por los galos, enemigos de los romanos. La imprevista maniobra de Aníbal al llegar al río Ródano obligó a P. Cornelio Escipión, padre del famoso Escipión “el Africano”, a regresar a Italia para enfrentarse al ejército púnico, mientras que su hermano Gneo recibió el encargo de desembarcar con dos legiones en la Península Ibérica para impedir el envío desde allí de refuerzos, dinero y armas a Aníbal.

     Tras el paso de los Alpes, Aníbal inició, con la ayuda, en un principio, de algunas tribus galas, sus campañas victoriosas sobre los romanos, derrotándolos en las batallas de Tesino (218 a. C.), Trebia (218 a. C.), Trasimeno (217 a. C.) y Cannas (216 a. C.). Cinco años después de la batalla de Cannas, los romanos fueron también derrotados en España por los cartagineses, lo que les obligó a enviar allí a P. Cornelio Escipión (hijo), el cual cambió, felizmente para ellos, el signo de la guerra, ya que, después de expulsar de España a los cartagineses, tras la rendición, en el año 206 a. C., de Gádir (actual Cádiz), último baluarte que les quedaba en ella, derrotó al propio Aníbal en Zama (202 a. C.). Por esta gesta, el Senado romano le otorgó el sobrenombre de “El Africano”.

     Cartago hubo de pagar a Roma una fuerte indemnización, entregarle sus barcos y comprometerse a no hacer en adelante ninguna guerra sin su autorización, y, en el año 146 a. C., Escipión Emiliano, con el pretexto de que Cartago había atacado sin permiso de Roma al rey de Numidia, aliado suyo, tomó y arrasó la ciudad de Cartago después de someterla a tres años de duro asedio. (Tercera guerra púnica). Debido a sus victorias sobre Cartago, Roma pasó a dominar toda la costa oriental de la Península ibérica y una parte importante del norte de África.

[1] Los griegos llamaron  fenicios [en griego, foinoi (phoinoi) = rojos] al pueblo que rivalizó con ellos en el comercio del Mediterráneo, ya que elaboraban la púrpura con la tintura roja que extraían del molusco murex.  Dicho apelativo transcrito al latín dio poeni > puni, y, como Cartago fue una colonia fundada por los fenicios (“puni”), de ahí, la denominación de Guerras Púnicas.

3.4. Conquista de los reinos helenísticos (197 – 146 a. C.)

     Eliminada a finales del s. III a. C. Cartago, única potencia del Mediterráneo occidental capaz de mantener un equilibrio de fuerzas en este ámbito, y ya con el control del mismo, Roma se proyectó hacia los reinos surgidos a la muerte de Alejandro Magno, para evitar que surgiera allí una gran potencia que le creara problemas después y, a la vez, para sacar el máximo provecho de sus conquistas. La intervención de Roma en la complicada política oriental obedeció a la petición de ayuda que le hicieran Pérgamo y Rodas, las cuales veían en peligro a finales del s. III a. C. sus intereses y su propia subsistencia ante el acoso de Filipo V de Macedonia, que pretendía, igual que Antíoco III de Siria, engrandecer sus dominios, aprovechándose de la debilidad que acusaba entonces el reino de Egipto.

     La victoria obtenida por los romanos sobre Filipo V de Macedonia en la batalla de Cinoscéfalos (197 a. C.) y la obtenida  en Magnesia (190 a. C.) sobre Antíoco III de Siria convirtieron, de alguna manera, ambos reinos en vasallos de Roma, y, tras  la  batalla de Leucopetra (146 a. C.), Macedonia se convirtió ya en provincia romana, pasando entonces Roma a controlar desde ella las antiguas polis y ligas griegas, que, de forma contraria  a lo que venía haciendo Macedonia, no pagaban tributo. La anexión definitiva de Siria se produjo en el año 64  a. C., con  Pompeyo. A su vez, Egipto, que se había mantenido al margen de los citados conflictos, fue anexionada por Roma en el año 30 a. C., después de la batalla de Accio, en tiempos de Augusto.

3.5. Causas del Imperialismo romano.   

     Respecto a las razones que impulsaron a los romanos a extender sus dominios fuera de Italia, la mayoría de los historiadores sostiene que Roma careció, en los primeros siglos de la singladura republicana, al menos, de un plan premeditado de expansión y que sus conquistas obedecieron fundamentalmente a la necesidad de defenderse de sus enemigos y de proteger los intereses en cada momento vitales para ella. Esto, sin embargo, no excluye que Roma intentara sacar los mayores beneficios posibles en los territorios conquistados, con la explotación de las minas de oro y de plata, especialmente, radicadas en ellos, con la importación de tesoros y obras de arte de los mismos, a partir de la conquista de la Magna Grecia, y con el cobro de impuestos por diferentes productos;  y que los plebeyos del Orden equetre apoyaran, cuando se debatieran en el Senado, las conquistas de nuevos territorios, teniendo en cueta que ellos eran los que gestionaban los múltiples negocios que afloraron entonces, como el abastecimiento a las legiones de todo lo que necesitaba, el cobro de impuestos, subasta de prisioneros, etc. 

      Pero, con el hundimiento precipitado e inesperado de los reinos helenísticos, Roma adquirió ya  clara conciencia  de las amplias superficies, lejanas y complejas, que estaban bajo su control, y, desde el siglo II a. C.,, se planteó decididamente organizarlos y adoptar las medidas necesarias para su adecuado gobierno. El Imperialismo romano alcanzó sus más altas cotas a finales de la República y recibió su sanción jurídica y su justificación ideológica en tiempos de Augusto, tal como recoge con orgullo el poeta Virgilio, cuando dice: “…Excudent alii spirantia mollius aera / (credo equidem), vivos ducent de marmore vultus/, orabunt causas melius caelique meatus/ describent radio et surgentia sidera dicent:/ tu regere imperio populos, Romane, memento/(haec tibi erunt artes) pacique imponere morem,/ parcere subiectis et debellare superbos”.  [Labrarán otros con mayor habilidad el bronce infundiéndole vida (lo creo de verdad), sacarán rostros vivos del mármol, defenderán mejor los pleitos y trazarán los caminos del cielo con un compás y describirán el orto de los astros; tú, romano, piensa en regir a los pueblos con tu imperio (estas serán tus artes), en imponer las leyes de la paz, perdonar a los vencidos y abatir a los soberbios”]. (Virg., Eneida, VI, 847-854).  

3.6. Consecuencias de las conquistas romanas en los siglos III y II a. C.   

     En estos siglos, Roma, e Italia en general, obtuvo gran cantidad de riquezas, que favorecieron mucho más a la aristocracia que a las clases humildes. Así mismo, se produjo la gran afirmación del Orden ecuestre y, dentro de él, la de los publicanos o cobradores de impuestos, que se organizaron de forma similar a nuestras modernas sociedades anónimas y obtuvieron enormes beneficios con las numerosas actividades (cobro de impuestos, explotación de recursos, etc.) que afloraron entonces y que asumieron ellos básicamente, ya que el Estado carecía de la infraestructura necesaria para hacerse cargo de las mismas y a los senadores les estaban prohibidas. Así mismo, se produjo entonces una gran afluencia de esclavos a Italia, que hizo que la esclavitud adquiriera en ella un volumen y una importancia mucho mayor que en Oriente o en Grecia.

     Los grandes latifundios que se crearon en Italia a raíz de su conquista, y la agricultura organizada en ellos con mano de obra esclava, obligaron a muchos campesinos a emigrar a las ciudades y, sobre todo, a Roma, al no poder competir, a su vuelta a casa, con el latifundista que tenía al lado, y por los malos hábitos adquiridos en la milicia, en donde vivían sin oficio ni beneficio pendientes del reparto mensual gratuito o a bajo precio de trigo y aceite y de los espectáculos en el circo y en el anfiteatro organizados periódicamente por los líderes que ambicionaban el poder político durante la República o por los Emperadores “complacientes”, después, para ganarse su apoyo “fácil” o para evitar que exigieran otras reivindicaciones. La frase del poeta satírico Juvenal “panem et circenses” (“pan y circo”) define muy bien la situación en Roma de esta muchedumbre.

     Otra consecuencia de la conquista de la Magna Grecia y del Oriente helenístico fue la gran fascinación que produjo la cultura griega en los romanos, especialmente de la clase media y alta. De los reinos helenísticos importó Roma gran parte de sus tesoros y obras de arte, que las familias pudientes exhibían en el atrio y en el peristilo de sus casas, y el propio Estado en los jardines públicos. Con tales importaciones, llegaron también, sobre todo a Roma, literatos, artistas y filósofos, que contribuyeron a poner de moda los gustos griegos, a pesar de la oposición del sector reaccionario liderado por Catón el Censor, en los círculos que se crearon entonces, como el de Publio Cornelio Escipión Emiliano, en los cuales se intentó promover las antiguas mores romanas  junto con la cultura helenística y humanista.

Diadúmenos,de Policleto, copia romana en mármol.

     También se divulgó entonces la lengua griega, que conocían y usaban la mayoría de los romanos de clase media-alta en privado, no así en los actos públicos, ya que ello estaba mal visto. El poeta Horacio resumiría después el deslumbramiento que sufrieron los romanos ante la cultura griega con esta frase: “Graecia capta  ferum  victorem  cepit  et artes intulit agresti Latio” (“Grecia, conquistada por las armas, cautivó a su fiero dominador y llevó las  artes al  rudo  Lacio”). (Hor., Epist.,  2,1,156).

3.7. Crisis y caída de la República (133- 30 a. C.)

     Roma experimentó una gran expansión merced a la conquista de los países del Mediterráneo occidental y oriental; no obstante, a finales del s. II a. C., como consecuencia de dicha expansión, acusó una serie de crisis, que acabaron con el régimen republicano.

Los Gracos (133 – 121 a. C.).

     La primera de las citadas crisis fue provocada por los conflictos sociales, los cuales estuvieron latentes mientras Roma concentró sus energías en la conquista del Mediterráneo; pero, asegurada esta, volvieron a aflorar cuando los menos favorecidos encontraron líderes dispuestos a apoyar sus reivindicaciones, como fueron los hermanos Graco, nietos del famoso P. Cornelio Escipión “el Africano”. Estos, en efecto, imbuidos del estoicismo de Blosio de Cumas y bajo la influencia de Diófanes de Mitilene, consideraban que una reforma agraria (contemplada en la propia tradición romana: leyes Licinio-Sextias, 367 a. C., reforma del tribuno de la plebe Cayo Flaminio, 232 a. C.,etc.), podía ser muy útil para la república, dado que la misma permitiría al Estado solucionar el problema de los numerosos parásitos en Roma convirtiéndolos en potenciales soldados, cada vez más necesarios, dado que el Imperio se había hecho ya demasiado grande,  y evitar, por otra parte, la emigración masiva de los ciudadanos más pobres a la metrópli y la proletarización del pueblo. 

     La propuesta de Tiberio Graco consistía en limitar a 500 iugera (aprox. 125 has.), como máximo, la tierra para cada possesor, más 250 por hijo, y el terreno sobrante se repartiría a razón de 30 iugera por colono que accediera a la propiedad. Así mismo, presentó ante la asamblea del pueblo (lo que nunca se había hecho, ya que solo el senado era competente en política exterior) una rogatio de pecunia Attali dividenda, para disponer libremente del legado del rey Átalo II de Pérgamo y obtener, así, fondos en pro de la reforma agraria. Diez años más tarde, su hermano Cayo Graco intentó, también desde el tribunado, que se concediera la ciudadanía romana a todos los habitantes del Lacio y, posiblemente, a los aliados italianos, algo que venían estos reivindicando, con justicia, desde hacía tiempo y cuya denegación suscitaría después un levantamiento general de los pueblos de Italia contra Roma (Guerra social). Las medidas, sin embargo, de uno y otro le parecieron un experimento revolucionario a la aristocracia, por lo que ambos hermanos fueron asesinados. A pesar de esto, la agitación social siguió, ya que el partido popular hizo suyas las propuestas de los Gracos.

✓ Cayo Mario

     Otro factor que jugó también un papel decisivo en la crisis y caída del régimen republicano fue la incapacidad mostrada por este para resolver los diversos y prolongados conflictos que le planteó a Roma la dominación de los vastos territorios que controlaba, lo cual le obligó, a finales del s. II a. C., a otorgar, por ejemplo, el consulado en siete ocasiones a Mario, aun violando con ello la Constitución. Mario, en efecto, fue elegido cónsul en 107 a. C. para terminar la Guerra de Jugurta (111-105 a. C.).

Cayo Mario

     En el año 105 a. C., por el prestigio ganado en dicha guerra, volvió a ser elegido cónsul para combatir a los cimbrios y a los teutones, que habían invadido en 111 a. C. la Galia Narbonense y derrotado en varias ocasiones a las legiones romanas. Del año 204 al 202 a. C. ostentó nuevamente y de forma interrumpida el consulado, consiguiendo aniquilar a los teutones en Aix (102 a. C.), y a los cimbrios en Vercelli (101.  a. C.); y, en el año 86 a. C., fue cónsul por última vez.   

      La reforma militar realizada por Mario en el año 104 a. C. para facilitar el alistamiento de soldados para acabar la guerra contra Jugurta, aunque oportuna y eficaz en muchos aspectos, indirectamente se convirtió en un arma letal contra la República. En efecto, merced a ella,  se aceptó en adelante como voluntarios en el ejército a ciudadanos romanos no incluidos en el censo, los cuales recibían una paga del Estado mientras prestaban su servicio militar y, finalizado este, un lote de tierra donde acabar su vida como propietarios. Cabía, por tanto, que estos soldados, dirigidos por generales brillantes y ambiciosos, antepusieran la lealtad a su jefe, que podía asegurarles botín en la guerra y tierras una vez licenciados, a la del Estado, como ocurrió, de hecho, con Sila y con César.

✓ L. Cornelio Sila (88 – 78 a.C.)

     Sila, del partido de los optimates e implacable enemigo del partido popular, al que pertenecía Mario, bajo cuyas órdenes, curiosamente, había militado desde joven y había adquirido una gran experiencia militar, fue elegido cónsul en los comicios del año 88 a. C., por su brillante actuación en la Guerra social” (91- 88 a. C.)[2], para acabar con las tropelías de Mitrídates VI, rey del Ponto. Pero, al enterarse de que los populares no habían aceptado tal designación y habían elegido a Mario para dicha campaña, regresó a Roma desde la Campania y la tomó por asalto con el apoyo incondicional de sus soldados, que acariciaban la posibilidad de tomar parte en un cuantioso botín en Oriente y de un futuro reparto de tierras en Italia. 

L. Cornelio Sila

     Con este mismo apoyo, Sila, después de vencer a Mitrídates, volvió a imponer  su  voluntad  en Roma, en donde  los partidarios de Mario se habían hecho nuevamente con el control de la ciudad en su ausencia y llevó a cabo terribles represalias para vengar las realizadas por sus contrarios mientras él estuvo fuera de ella; y, para eliminar a sus enemigos más destacados (Mario había muerto pocos días antes), promulgó las “famosas” proscripciones, según las cuales quienes figuraran en las listas de los proscritos perdían sus bienes y el que los asesinara recibía recompensa. Para escapar de las citadas represalias, Sertorio, cualificado representante del partido polular, se estableció en Hispania y organizó en ella la resistencia a la dictadura de Sila apoyado por diversas tribus del noreste, haciendo de Osca (Huesca) su base de operaciones. Sus planes fracasaron, pues fue asesinado.

     Dueño de la situación en Roma, Sila se proclamó dictador sin límite de tiempo, si bien, cuando realizó una serie de reformas, favorables a los optimates, renunció a su cargo y se retiró a su villa de Pozzuoli, en la Campania, para dedicarse a sus hobbys culturales y de otro tipo preferidos en compañía de sus amigos, muriendo allí al año siguiente (78 a. C.).

[2] Esta guerra fue muy dura para  Roma, pues se la declararon  todos los pueblos de Italia que habían sido sometidos antes por ella y venían participando desde entonces en todas sus guerras como “aliados”, aunque sin derecho al reparto del botín y sin que hubieran obtenido aún  el derecho de ciudadanía, que hacía tiempo venían reclamando. Una idea de la virulencia de dicha guerra nos la dan las monedas acuñadas entonces por los “aliados” en las que figuraba un toro (su símbolo) corneando a la loba (símbolo de Roma). Por ello, Roma les acabó otorgando la ciudadanía, previa entrega de las armas. 

✓ Cneo Pompeyo (78 – 49 a. C.)

  A la muerte de Sila, los conflictos externos se le multiplicaron a la República romana. Entonces el Senado recurrió, para resolverlos, a los mandos extraordinarios o promagistraturas, tampoco contempladas en la Constitución. El general que ostentó más de quince años dichos mandos fue Cneo Pompeyo, al que sus soldados le dieron el sobrenombre de “el Grande”. Él fue el encargado de combatir a Sertorio en España (75-72 a. C.), y de terminar, a su regreso de ella, la revuelta de esclavos acaudillados por Espartaco en Italia. Así mismo, recibió en el año 67 a. C., un mando extraordinario para liquidar a los piratas del Mediterráneo.

Cneo Pompeyo

     Los más temibles de todos estos corsarios eran los originarios de Cilicia, una zona, en el sureste de Anatolia (actual Turquía), refugio de piratas durante siglos, que, gracias a su relieve montañoso, ofrecía un fácil refugio a los mismos. Estos contaban, además, contaban con múltiples bases repartidas por la costa y se calcula que disponían de un millar de navíos, con tripulaciones aguerridas y pilotos hábiles. Sus razias consistían en tomar ciudades de la costa desprovistas de murallas y en exigir un cuantioso rescate por liberarlas. Así mismo, asaltaban navíos mercantes en alta mar, poniendo en peligro el suministro a Roma de trigo, sobre todo, y de otros productos e incluso interferían gravemente en el comercio terrestre.   

Con la escuadra de grandes dimensiones que el Senado puso en sus manos en el año 67 a. C., Pompeyo comenzó por asegurar el envío de trigo de los graneros de Sicilia, África y Cerdeña, y, después, dividió todo el espacio del Mediterráneo en trece zonas, cada una de las cuales estaría vigilada por un contingente de naves bajo el mando de un comandante, el cual debía permanecer en su zona para capturar a los piratas que quisieran huir a otra, mientras que él iría pasando de una zona a otra para asegurarse de que sus lugartenientes cumplían con su deber. De este modo, en apenas cuarenta días, limpió de piratas los mares Tirreno, Líbico, de Cerdeña, de Córcega y de Sicilia.

     Al año siguiente (66 a. C.), obtuvo otro mando en Oriente, por tiempo ilimitado, y, en rápidas campañas, terminó con el alicaído Mitrídates, lo cual le permitió reorganizarlos, quedando así: El Ponto, Siria y Cilicia se convirtieron en provincias romanas; y Armenia, Capadocia, Galacia, Cólquida y Judea pasaron a ser estados vasallos. Pompeyo permaneció en Oriente desde el año 66 al 62 a. C 

Lucio Sergio Catilina

     Tras la dictadura de Sila, la crisis interna que venía arrastrando la República romana desde el asesinato de los Gracos se agudizó debido a la lucha por el poder de los miembros más destacados y ambiciosos de los optimates y de los populares, los cuales intentaron hacerse con el control de la ciudad a través de bandas callejeras manejadas por los tribunos de la plebe. En ese contexto, Lucio Sergio Catilina -que descendía de una familia aristocrática romana venida a menos, lo que debió de despertar pronto en él una ambición desmedida por alcanzar la más alta magistratura romana-, presentó en el año 63 a. C. su candidatura al consulado, aprovechando que Pompeyo, el más destacado general romano entonces, se encontraba en Oriente inmerso en diferentes guerras en el reino de Siria. Catilina tenía muchas posibilidades de ser elegido para ese cargo gracias al apoyo de nobles endeudados, a los que prometió les cancelaría sus deudas, si llegaba al poder; de la mayoría de los veteranos de la dictadura de Sila, que se habían arruinado debido a su vida disoluta y veían en él un segundo Sila; y, por último, de los ciudadanos más desfavorecidos, a los que distribuiría tierras.

     La aristocracia, sin embargo, veía en él a un hombre corrupto y demagogo, que se presentaba a las elecciones con un programa extremista, por lo que se opuso a su elección acusándole de haber administrado mal los fondos públicos siendo gobernador de la provincia de Africa, lo cual le impidía ser elegido, hasta que saliera el juicio y se resolviera este asunto. Al año siguiente, Catilina se volvió a presentar, pero tampoco esa vez consiguió ser elegido. Su competidor fue Marco Tulio Cicerón, quien, aunque carecía de antepasados ilustres -era un homo novus– y, además, había nacido fuera de Roma, en ese momento era ya un reputado y hábil orador y un férreo defensor de la constitución y de las mores maiorum (principios y valores tradicionales), por lo que consiguió uno de los dos puestos por una amplia mayoría, mientras que el segundo lo obtuvo Cayo Antonio Híbrida en dura competencia con Catilina. Tras las elecciones, Cicerón, en una hábil maniobra, llegó a un acuerdo con su compañero consular Antonio, por el que este le dejaría gobernar como cónsul único a efectos prácticos, a cambio de ser nombrado gobernador, al finalizar su consulado, de la lucrativa provincia de Macedonia.

     Catilina, después de su derrota, quedó profundamente endeudado y perdió el apoyo de muchos de los ciudadanos nobles del partido popular, entre ellos César y Craso, especialmente cuando conocieron que optó por la violencia y la insurrección armada para hacerse con el poder. Informado Cicerón de los planes de Catilina, pronunció en el Senado el primero de los discursos conocidos como Catilinarias, en el que denunció, en presencia del propio Catilina, que se encontraba allí como senador que era, una serie de acciones llevadas a cabo por los conspiradores, entre ellas el intento de asesinato del propio Cicerón, que pudo este evitar gracias a que el senador Quinto Curio le alertó del mismo a través de su amante Fulvia. Catilina, en medio de la sesión, abandonó la Curia y, al día siguiente, huyó de Roma bajo el pretexto de que se dirigía a un exilio voluntario en Masilia, aunque, en realidad, marchó a reunirse con Manlio en Etruria. Dicha huida fue un error por su parte, ya que, con ella, reconocía indirectamente su inculpación, y, por otra parte, aunque los patricios del Senado le hubieran acusado de conspirador, la mayoría de los plebeyos hubieran impedido se tomara alguna medida en su contra. El Senado, sin embargo, aunque sabía que algo se estaba tramando, no tenía pruebas para incriminar a nadie, ni siquiera al propio Catilina.

Catilina, a la derecha, acusado por Cicerón, en el Senado romano. Este cuadro figura en el actual Senado de Roma.

     Pero estas pruebas se las proporcionarían no mucho después unas cartas interceptadas a los embajadores de los alóbroges (una tribu belicosa de la Galia Narbonense, ubicada entre el río Ródano y el lago de Ginebra), que habían ido a Roma a presentar ante el Senado sus quejas por los abusos ejercidos contra ellos por el gobernador de la provincia. Aprovechando su estancia allí, Publio Gabinio Capito, un líder conspirador de la clase ecuestre, les puso al corriente de la conjura, incluyendo nombres, fechas, planes y lugares.  La delegación, entonces, para obtener rédito de esa oportunidad, informó al respecto a Cicerón, quien les indicó solicitaran a los líderes conspiradores una copia escrita con las reformas a las que se comprometían, a lo que estos accedieron. Interceptadas después estas cartas a los embajadores en el puente Milvio, en Roma, y entregadas a Cicerón, este, convocada una reunión de emergencia, las leyó en el Senado y, ante pruebas tan evidentes, se aprobó el Senatus consultum ultimum, lo cual se hacía cuando la República se veía en grave peligro, y fue decretada la pena de muerte mediante el método de la estrangulación para los cinco cabecillas implicados, a petición del joven y archiconservador Marco Porcio Catón, que Cicerón aplicó inmediatamente. Así mismo, se ordenó al otro cónsul, Antonio, que movilizara las tropas para enfrentarse a las de los conspiradores. Un mes después, Petreyo, que llevaba el mando de una parte del ejército senatorial, se enfrentó a las tropas de Catilina en un lugar cercano a Pistoria (actual Pistoia), y, según el historiador Salustio, los rebeldes, entre ellos, el propio Catilina, presentaron una dura batalla, pero, al final, fueron derrotados y muertos por las fuerzas de Roma.

     El pueblo y una gran parte del Senado consideraron que Cicerón había sido el responsable de devolver la paz a Roma y le otorgaron, por lo mismo, el título de Pater Patriae (Padre de la Patria). A pesar de esto, su vida discurrirá con numerosos problemas y desencantos, acabando trágicamente en tiempos de Marco Antonio.  

Primer triunvirato (60 – 49 a. C.)

    Pompeyo, que hasta ese momento se había mostrado respetuoso con las instituciones republicanas, al llegar a Italia, licenció su ejército, como estaba preceptuado, pero no consiguió que el Senado ratificara el reordenamiento que había hecho en Oriente ni tierras para sus veteranos, por lo que acabó aliándose, en el año 60 a. C., con el multimillonario Craso, rival político suyo, y con Julio César, quien, para fortalecer esa unión, entregó a Pompeyo como esposa a su hija Julia, matrimonio que, según parece, fue modélico, a pesar de haber sido arreglado. Con la citada alianza, conocida como Primer Triunvirato, los triunviros pretendían imponer juntos su voluntad al Senado y conseguir los mayores réditos políticos y beneficios personales, y, para neutralizar el poder de los optimates, se sirvieron del tribuno de la plebe Publio Clodio, quien había creado una banda de matones, que utilizaba con frecuencia para coaccionar e intimidar a sus contrarios, y los optimates, a su vez, organizaron una banda similar, favorable a su causa, dirigida por T, Anio Milón, con lo que Roma se convirtió entonces en una ciudad sin ley.  

     En el año 59 a. C., César fue elegido cónsul junto con M. Calpurnio Bíbulo y, durante su mandato, el Senado ratificó el reordenamiento que había hecho Pompeyo en Oriente y se aprobó una ley agraria por la que sus soldados veteranos recibieron los lotes de tierra prometidos, y, en favor de Craso, se rebajaron los tipos de interés que los recaudadores de impuestos debían abonar al fisco. En el año 58 a. C., César, asegurado el terreno político de Roma con la elección, como cónsules, de su suegro M. Calpurnio Pisón y de Aulo Gabinio, recibió por cinco años el gobierno, como procónsul, de las provincias de la Galia Cisalpina y el de Iliria, a los que se sumó después el de la Galia Transalpina, más el mando de cuatro legiones. Con la conquista de las Galia Transalpina, pretendía conseguir fama militar, de la que carecía frente a Pompeyo, un copioso botín y, sobre todo, un ejército experimentado y adicto a su persona. El pretexto que puso para intervenir en los asuntos internos de las tribus galas fue impedir la migración de los helvecios hacia el oeste a través de la Narbonensis, provincia romana, o del territorio de sus aliados, los eduos, y, en apenas dos años, consiguió someter a los helvecios (58 a. C.), la Galia Bélgica (57 a. C.), Armorica y Aquitania (56 a. C.), lo que había que atribuir, en parte,  a haber logrado dividir a las tribus celtas de las diferentes zonas, ganándose así el apoyo de varias de ellas frente a otras más belicosas que se oponían a los nuevos invasores. 

Batallas libradas por César en las Galias y en Gran Bretaña (58- 52 a. C.)

     Las conquistas y operaciones militares realizadas por César él las recogía en una especie de diario -publicado después con el nombre de Commentarii de bello Gallico-, el cual procuró fuera conocido y difundido puntualmente en Roma a través de los muchos partidarios que tenía en ella. Con esto César pretendía justificar, ante la oposición aristocrática senatorial, la legalidad de la guerra emprendida por él y, por supuesto, hacerse propaganda política. Sus éxitos militares contribuyeron, de este modo, a aumentar la popularidad y simpatía hacia su persona entre la plebe romana y los adictos a su causa, pero, a la vez, despertarían la envidia de Craso, que se vería eclipsado por la fama militar de sus aliados, y generarían también la desconfianza de Pompeyo y, sobre todo, la de los senadores del ala conservadora ante el poder que César estaba acumulando.

     Todo esto -unido a que Clodio había decidido, por ambiciones políticas, acabar con Pompeyo, apoyando ahora a Craso, lo que hizo pensar a Pompeyo que era este quien lo financiaba y el verdadero inductor de su asesinato-, movió a César a celebrar una reunión para reactivar el triunvirato, la cual tuvo lugar en el año 56 a. C. en el municipio romano de Lucca, situado en la frontera de la Galia Cisalpina con Italia, por encima del río Rubicón, que marcaba el límite de las provincias bajo su jurisdicción y el de Italia, acordándose en ella que César avalaría la candidatura de Pompeyo y Craso para el consulado del año siguiente, y que estos obtendrían después un imperium proconsular extraordinario en las dos Hispanias (Citerior y Ulterior) y en Siria, respectivamente, mientras que César conseguía una prórroga de cinco años en su mandato como procónsul en las Galias y que el Senado se hiciera cargo de los emolumentos de las legiones extraordinarias creadas por el mismo César. La estrategia cesariana, pensada para alejar del centro político a sus máximos rivales, le salió bien a medias, ya que mientras que Craso partiría, en el año 53 a. C., a Oriente en busca de gloria militar, en donde, por cierto, encontró la muerte, Pompeyo prefirió permanecer en Italia recabando apoyos y reclutando tropas en anticipación del regreso triunfal de César, dejando el gobierno de Hispania en manos de sus legados.

     Después de la reunión de Lucca, César permaneció en la Galia Transalpina cinco años más para organizar los territorios conquistados y sofocar diversas revueltas de las tribus galas, y, cuando parecía que la conquista de la misma estaba prácticamente conseguida, surgió inesperadamente un líder de tan solo 17 años, Vercingétorix, hijo de un jefe de la tribu de los arvernos, que lideró, tras enterarse de la severa derrota que habían infligido los partos, en 43 a. C., a las legiones romanas comandadas por Craso, una coalición de casi todas las tribus galas, algo nunca visto anteriormente, contra la todopoderosa Roma. El primer enfrentamiento tuvo lugar en la ciudad de Avarico, la cual se pensaba era inexpugnable. Pero César, experto en las tácticas de asedio de ciudades fortificadas, consiguió entrar en ella, masacrando a casi todos sus habitantes, hecho que levantó aún más el odio que sentían los galos por los romanos. El siguiente enfrentamiento tuvo lugar en Gergovia, lugar donde se habían refugiado las tropas de Vercingétorix, y allí la victoria correspondió a los galos. En el último enfrentamiento, sin embargo, contra los romanos, la caballería gala hizo una maniobra precipitada y, de atacantes, pasaron a perseguidos, viéndose entonces Vercingétorix obligado a replegarse con su ejército en la ciudad de Alesia. Situada esta en lo alto de una meseta, César la rodeó con un fuerte muro, trincheras, un dique lleno de agua de unos 6 metros de profundidad y todo tipo de maquinaria de guerra e, incluso, con un segundo muro exterior de unos 15 kilómetros de largo para defenderse de los posibles refuerzos que pudieran llegar de las otras tribus, y, tras unos meses de luchas contra los galos que salían de Alesia a combatir y los muchos que llegaron de fuera para socorrerlos, la obligó a rendirse (52 a. C.). Vercingétorix, entonces, se presentó vestido con sus mejores galas ante César para intentar dulcificar las previsibles represalias; pero este exigió que todos los supervivientes se entregaran e hizo encadenar a Vercingétorix, quien fue llevado a Roma, en donde estuvo preso seis años, hasta que en el año 46 a. C., en las celebraciones por la victoria en las guerras de la Galia, fue ajusticiado públicamente. Las pocas tribus que siguieron resistiendo después fueron vencidas al año siguiente y, en el año 50 a. C., la Galia se convirtió en provincia romana, quedando administrativamente dividida en cuatro provincias: la ya existente Gallia Narbonensis, y las tres formadas recientemente bajo la denominación de Gallia Comata o de las Tres Galliae (Aquitania, Lugdunensis y Belgica).

Asedio de Alesia. En rojo, posiciones romanas y, en amarillo, las celtas

     Antes de que César librara los últimos y más duros enfrentamientos contra los galos, las relaciones entre él y Pompeyo se habían enrarecido tras la muerte de su hija Julia, esposa de este (quien al año siguiente se casó con Cornelia, hija de Metelo Escipión, uno de los líderes optimates y enemigo encarnizado de César), y, al año siguiente, la de Craso, en la batalla de Carras, librada  contra los partos; y, sobre todo, a raíz del nombramiento de Pompeyo por el Senado, en el año 52 a. C., como cónsul único, con poderes de dictador, para que restableciera el orden en las calles de Roma. El descontrol y la anarquía, provocados por las bandas armadas de Clodio y de Milón, venían de lejos, pero se agudizaron después del asesinato de Clodio (53 a. C.), atribuido a su oponente Milón, lo que motivó que el pueblo se rebelara e incendiara el Senado, ya que consideraba a Clodio como un mártir y no como el personaje corrupto que realmente había sido. Situación tan crítica la aprovecharon los optimates para atraer a Pompeyo a su causa, quien, desconfiando de su otrora compañero de triunvirato y yerno un tiempo, julio César, no vaciló en echarse en brazos del Senado, acudiendo a la capital con sus legiones para acabar con la anarquía y el caos reinantes.

     Así las cosas, César, antes de dejar su imperium proconsulare y el gobierno de las Galias, exigió se le permitiera optar al consulado estando ausente de Roma, lo cual no estaba contemplado en la constitución, pensando que, si se presentaba en Roma como un particular, lo más probable era que fuese juzgado y procesado por haber llevado a término, a juicio del Senado apoyado por Pompeyo, guerras sin su permiso y reclutado más legiones de las permitidas. El Senado no accedió a la petición de César, encargando a Pompeyo, mediante un Senatus consultum ultimum, la defensa de la República frente a aquel. César cruzó, entonces, al frente de sus legiones, como general sublevado, el río Rubicón (49 a. C.), que separaba la provincia de la Galia Cisalpina de la Italia propiamente dicha, y, tras dirigirse a sus soldados con el grito “alea iacta est!” (¡la suerte está echada!), avanzó hacia Roma, entrando sin dificultad en ella, de la que habían huido Pompeyo y los senadores que le apoyaban, quienes se dirigieron aGrecia, en donde aquel tenía numerosos clientes, para organizar allí la batalla final contra César.

     César, por su parte, asegurado el control de Roma y de toda la península itálica, para no dejar enemigos a sus espaldas, marchó primero a Hispania, ya que Pompeyo tenía también en ella muchos clientes, que había hecho, sobre todo, en su campaña contra Sertorio y, en una campaña afortunada (batalla de Lérida), destruyó al ejército pompeyano, tras lo cual se dirigió a Grecia, en donde Pompeyo había preparado un formidable ejército. El primer enfrentamiento entre ambos rivales tuvo lugar en Dyrrachium (Epiro), fue muy disputado, decantándose ligeramente a favor de Pompeyo, y el siguiente y definitivo, en la llanura de Farsalia (48 a. C.), el cual terminó con la rendición de 20.000 legionarios de Pompeyo y la huida de este a Egipto, en donde esperaba que su amigo el rey Tolomeo XIII lo acogería favorablemente. No fue así y, nada más desembarcar, como llegaba vencido, fue asesinado por un sicario de Ptolomeo, quien quiso, sin duda, granjearse con ello el apoyo del nuevo líder de la política romana. Cuando César llegó allí persiguiendo a Pompeyo, al enterarse del trágico final de este, se dice que derramó lágrimas por él, considerando, sin duda, que como general sublevado no mereció ese final, y, posteriormente, intervino en la disputa dinástica que se estaba librando entre Ptolomeo y su hermana Cleopatra VII[1], tomando partido a favor de esta. Un levantamiento de los partidarios de aquel provocó que las naves de César fueran casi destruidas por el fuego (el cual prendió, también, en la famosa Biblioteca de Alejandría, próxima al puerto, ardiendo entonces parte de los setecientos mil volúmenes que componían su fondo),  y solo la llegada de refuerzos le permitió lograr la victoria sobre los enemigos de Cleopatra, a la que puso después en el trono.  

     Antes de regresar a Roma y celebrar los honores del triunfo, César marchó al Ponto para combatir a su rey Farnaces, que había extendido sus dominios anexionándose territorio bajo dominio de Roma, el cual se rindió a él sin ofrecer resistencia, tal como señala el propio César en su obra De Bello Civili: veni, vidi, vici (llegué, vi, vencí). Después, aún tuvo que afrontar duros combates contra los partidarios de Pompeyo -Sexto y Cneo Pompeyo, hijos de este, Catón el Joven, Q. Cecilio Metelo, Tito Labieno y Lucio Afranio, entre otros-, primero, en Tapso (46 a.C.), norte de África, y, el año siguiente, en Munda (Bética), en donde fue capturado y ejecutado Cneo Pompeyo. (A su hermano le sucedió lo mismo en 36 a.C.) 

     Convertido César en amo de Roma, inició una reforma en profundidad del Estado, convencido  de que la potencia hegemónica del mundo mediterráneo requería un poder centralizado, estable y absoluto. Sin embargo, una conjura de republicanos dirigida por Bruto y por Casio, acabó con él en las Idus de marzo (día 15) del año 44 a. C., cuando se disponía a entrar en el lugar en donde estaba reunido ese día el Senado, al que iba a informar de la expedición que había preparado contra los partos para vengar la muerte de Craso. El objetivo, sin embargo, que pretendían alcanzar los conjurados con el asesinato de César no se logró, pues la Res Publica “Optimate” murió con él.

[1] Cleopatra VII pertenecía a la dinastía ptolemaica. Recibió una esmerada educación en la cultura helenística, y poseía, según parece, un especial atractivo, paro no así una gran belleza, como se le ha atribuido, tal como se aprecia en las monedas y bustos conservados de ella. A los 18 años, compartió el trono de Egipto con su hermano Ptolomeo XIII, de apenas 10 años de edad, con el que, por una ley que regía allí, tuvo que casarse, resultando un fracaso dicho matrimonio. En el tercer año de su reinado, tuvo que exiliarse en Siria, lo que la llevó a intentar ganarse a Julio César, cuando este se hizo con el poder en Roma, para recuperar el trono y porque sabía que, con su apoyo, su país no sería invadido por los romanos. César la repuso en el trono y, cuando regresó a Roma, invitó a Cleopatra y al hijo de ambos, Cesarión, a trasladarse también allí, esperando, quizá, que, a su muerte, le sucediera aquel, y en él se realizara, de forma dinástica, la unión del  brillante Oriente con el rudo, pero dominador Occidente. Asesinado César, Cleopatra volvió a Egipto y su siguiente “conquista” fue M. Antonio. Tras la batalla de Accio, intentó ganarse también a Octavio; pero, al no conseguirlo, prefirió suicidarse, antes de ser llevada por él a Roma y exhibida en su desfile triunfal. La vida y la muerte de Cleopatra y, en especial, sus amores con J. César y M. Antonio han inspirado desde el s. XVI a numerosos artistas, literatos y cineastas.

✓  Segundo triunvirato (43 – 32 a.C.)

     Después del asesinato de César, aparecieron en escena las dos personas que se sentían “obligadas” a vengar su muerte: Marco Antonio, lugarteniente de César, el cual leyó, en los funerales del dictador, su testamento, en el que legaba al pueblo parte de sus bienes, logrando con ello que este se levantara clamando venganza contra los asesinos; y Octaviano, sobrinonieto de César, de apenas 19 años de edad, a quien este había adoptado en el año 45 a. C., recibiendo entonces el nombre de C. Julio César Octaviano, y le había legado en su testamento gran parte de su fortuna, lo que le acreditaba para constituirse en su principal vengador.

     Como es de suponer, lo que pretendían, en realidad, uno y otro era hacerse con el poder en Roma, aprovechándose de la confusa situación política que se había creado en ella tras el magnicidio. Así, comenzaron por enfrentarse entre ellos; pero, cuando comprendieron que de ese modo ninguno iba a conseguir su objetivo, dado el equilibrio de fuerzas que existía entre ambos, constituyeron, junto con Lépido, otro general cesariano, el “Segundo triunvirato”, que, a diferencia del anterior, tuvo carácter oficial, al ser ratificado por el Senado, el cual confirió a aquellos, en 43 a. C., plenos poderes.

     Con dichos poderes, los triunviros eliminaron, mediante las proscripciones, a sus enemigos. También Cicerón, quien había pronunciado ante el Senado la primera de sus Filípicas contra Marco Antonio, que se perfilaba como sucesor de César y era visto por él, entre otros, como un peligro para la supervivencia de la República, formado el triunvirato, fue asesinado por los esbirros de M. Antonio en el año 44 a. C. Los triunviros liquidaron también a los conspiradores Bruto y Casio en la batalla de Filipos (42 a. C.) y, posteriormente, en el pacto de Brindisi  (40 a. C.), se repartieron las zonas de poder, correspondiendo a M. Antonio la parte oriental, a Octaviano, la occidental, y a  Lépido, África. El error político de Antonio fue “rendirse” a  Cleopatra,  después de repudiar a Octavia, hermana de Octavio (nuevo nombre de Octaviano), con la que se había casado para sellar el pacto de Brindisi, lo cual fue aprovechado hábilmente por este para desacreditarlo en Roma, acusándolo de querer desmembrar del Imperio romano los territorios de Oriente en favor de la reina de Egipto. El enfrentamiento entre ambos terminó con la derrota naval de Antonio y de Cleopatra en Accio (31 a. C.). En agosto de 29 a. C., Octavio llegó a Egipto y, tras el suicidio de Cleopatra (Antonio lo había hecho antes), este reino fue ya anexionado por Roma.

4. EL IMPERIO (27 A. C. – 476)

4.1 Principado o Alto Imperio (29 a. C. – 284)

Octavio Augusto (29 a. C. –  27)

     En  el  año  29  a. C., Octavio regresó de Egipto a Roma, en donde recibió los honores del triunfo. Dueño del poder, actuando con gran habilidad (la que le faltó, por ejemplo, a J. César), renunció a los poderes que le había otorgado el Senado como triunviro (salvo el consulado, que renovaría cada año), y mostró su acatamiento a la República, a la que, según él, iba a restaurar. El Senado, agradecido por ello, le nombró, en el año 29 a. C., Princeps Senatus (Presidente del Senado o primer ciudadano de Roma), de donde viene el nombre de Principado; y, en enero de 27 a. C., le concedió el apelativo de Augustus, aplicado antes sólo a los dioses, que fue el que usó después, igual que los emperadores que le siguieron, asociado a los títulos de Imperator y de Caesar  (por su padre adoptivo).

     Así mismo, el Senado otorgó a Augusto poderes contemplados en la República, pero, al ejercerlos juntos sin límite de tiempo, hicieron que el régimen instaurado por él se convirtiera en una monarquía de hecho, con apariencia de república. Los más importantes de dichos cargos fueron: El “imperium maius”, que lo convirtió en jefe supremo de los ejércitos, base efectiva del poder; la “potestas tribunicia”, la cual, al llevar anejo el derecho de veto, le permitía controlar cualquier medida legal contraria a sus intereses dentro de Roma; y el “pontificado máximo”, con el que se convirtió en jefe oficial de la religión romana. Por lo que se refiere a las Instituciones republicanas, las Magistraturas se mantuvieron con Augusto, pero sus atribuciones quedaron cada vez más mermadas, en beneficio del emperador o de los funcionarios imperiales; a su vez, el Senado dejó de ser el órgano rector del Estado, pero continuó siendo un órgano importante dentro de la constitución; y las Asambleas populares, aunque también sobrevivieron,  pronto dejarían de convocarse.    Respecto a la política exterior, esta se orientó a crear  fronteras seguras para el Imperio, quedando fijadas, en Europa, en los ríos Rin y Danubio. Después de Augusto, sólo se ampliaron en tiempos de Claudio y de Trajano.  

   A efectos administrativos, las 40 provincias del Imperio se dividieron en “senatoriales” (10), que eran las más romanizadas y cuyo gobierno correspondía al Senado; e “imperiales” (30), menos seguras que las anteriores, que dependían del Emperador. Y, dentro de las provincias, las ciudades jugaron en el Imperio romano un papel importante desde el punto de vista político y administrativo. Un elemento importante que contribuyó mucho a mantener la unidad del Imperio fue la exténsión en el mismo del culto al Emperador, ampliado después con el culto a  Roma.   

     Después de Augusto, el Imperio romano conservó prácticamente, durante casi dos siglos, las líneas maestras trazadas por él, y alcanzó un notable desarrollo en todos los órdenes gracias a la Pax Romana (o Pax Augusta) y a una sólida administración realizada, sobre todo, por los emperadores de la dinastía Flavia y, aún más, por la de los Antoninos. Muerto Augusto, el día 19 de agosto del año 14 d. C., le sucedió Tiberio, hijastro suyo, a quien había nombrado su heredero. Desde entonces, pertenecer a la familia imperial por filiación, adopción o asociación se respetó, casi siempre, al nombrar un sucesor. Pero, en momentos de crisis, el ejército fue quien quitó y puso emperadores.

Dinastía Julia-Claudia (14 – 68):

     Tiberio (14-37). Fue hijo de Tiberio Claudio Nerón y de Livia, segunda esposa de Augusto. Por su. carácter retraído, no gozó nunca del afecto de Augusto.  Fue un excelente militar y, cuando sucedió a Auguso, durante una decena de años, evidenció ser un buen administra- dor del Imperio. Pero las intrigas de la Corte acrecenta- ron su desconfianza y misantropía, lo cual le llevó a trasladarse a la isla de Capri, en donde se entregó, según Tácito, a toda clase de placeres. En su ausencia, Sejano, jefe de la guardia pretoriana, implantó en Roma un régimen de terror, ya que aspiraba a sucederle, informa- do de lo cual Tiberio, lo hizo ejecutar, si bien el citado régimen continuaría con él hasta su muerte (37).

     Calígula (37-41). Apodado cariñosamente Caligula por los legionarios, pues, de niño, calzaba las botas (caligae) de los soldados en el campamento de su padre Germánico, sucedió a Tiberio a los 24  años de  edad. Enfermo mental, según se cree, sus caprichos y crueldad aumentaban cada día que pasaba. En el primer año, dilapidó ya el erario público, y, para hacer frente a sus cuantiosos y  caprichosos gastos, implantó gravosos impuestos, de los que no se libró nadie en Roma. Tuvo, como los dioses, tratos incestuosos con sus hermanas, pues se consideraba uno de ellos. Gran admirador de las carreras de carros, nombró cónsul a su caballo favorito Incitato. Murió también asesinado por los pretorianos.

     Claudio (41-54). Tío de Calígula, los asesinos de este lo eligieron para sucederle. Era cojo y tartamudo, y su familia lo tuvo siempre por tonto; pero fue un hombre culto y un buen gestor del poder. Bajo su mandato, se conquistó gran parte de Britania. Fue envenenado por su última esposa, Agripina, tras asegurarse de que su hijo Nerón sucedería a aquel.

     Nerón (54-68). Bajo la influencia de Séneca y de Burro, prefecto del pretorio, en los primeros años de su reinado se mostró moderado; pero después una espiral de locura y violencia lo acompañó hasta el final, de la que no escaparon ni su madre, Agripina, ni su esposa Octavia, que fueron asesinadas. Culpó y martirizó a los cristianos por el incendio de Roma (64). El último complot (68), apoyado por los gobernadores de varias provincias, le obligó a suicidarse. 

Imperio romano en los siglos I y II d. C.

Dinastía Flavia (69-96).

    Tito Flavio Vespasiano (69-79). A la muerte de Nerón, se sucedieron cuatro emperadores en un solo año: Galba, Vitelio y Otón, los cuales fueron también asesinados, y Vespasiano, que fue proclamado emperador por sus soldados cuando se encontraban combatiendo a los judíos, sublevados contra Roma. Dicha sublevación la terminó su hijo Tito (70) tras la toma de Jerusalén, en la que fue destruido el famoso templo de Salomón. Entonces tuvo lugar también el primer gran éxodo de judíos de Israel a diferentes ciudades del Imperio. Trajano celebró en Roma este triunfo con su hijo Tito con un desfile, en el que fue exhibido, como trofeo importante, el Candelabro de los siete brazos, que figura en uno de los relieves del intradós del Arco de Tito, erigido entonces a la entrada del Foro con dicho motivo. Otra sublevación de los bátavos en Germania, más violenta aún que la de los judíos, fue también sofocada por Tito. Vespasiano llevó a cabo en Roma, que había sido arrasada en sus dos terceras partes por el incendio de 64, importantes obras públicas e inició la construcción del Coliseo.

     Tito (79-81). Durante los dos años que ejerció el poder, se ganó el afecto de todos con su bondad, interés por el bienestar del pueblo y con su respeto al Senado, que le otorgó el distintivo de “amor y delicias del género humano”. En su reinado, una violenta erupción del Vesubio sepultó las ciudades de Pompeya, Herculano y Estabia.

     Domiciano (81-96). Partidario de la autocracia monárquica, ejerció el poder de forma despótica, aunque benevolente. Realizó importantes obras públicas y organizó espectáculos en el circo y fiestas para entretenimiento del pueblo. En política exterior, su aportación más notable fue  la construcción de fortalezas y torres en el limes germánico. Su mala relación con el Senado y el régimen de terror aplicado en los últimos años provocaron su caída.

Los Antoninos.

    Nerva (96-98). Asesinado Domiciano, como no había heredero al trono, el Senado nombró emperador a uno de los suyos, Nerva, el cual, tras el motín de los pretorianos (97), adoptó a Trajano.

     Trajano (98-117). Procedía de Itálica (Santiponce, Sevilla), y fue adoptado por Nerva, ya que era el general con mayor prestigio del ejército romano. Conquistó la Dacia (actual Rumania), Arabia Pétrea, Mesopotamia y Armenia, alcanzando con ello el Imperio romano su máxima extensión. La excelente administración llevada a cabo por Trajano propició también un gran esplendor económico en él. A su muerte, sus cenizas fueron depositadas en la base de la gran columna historiada (Columna de Trajano) construida para conmemorar la conquista de la Dacia y erigida en el Foro de Trajano.

     Adriano (117 – 138). También originario de Itálica, abandonó la política expansionista de su padre adoptivo, prefiriendo consolidar lo ya conquistado. Para ello, ordenó construir líneas fortificadas en diversas partes del limes, como el llamado “Muro de Adriano”, en Escocia, de 118 Kms. Adriano fue un gran admirador de la cultura griega, y más de la mitad de su mandato la pasó viajando por el Imperio, para conocer de cerca los problemas y culturas de las ciudades. En su reinado, tuvo lugar la definitiva expulsión de los judíos de Israel (136), tras ser sofocada una nueva sublevación de los mismos contra los romanos.

    Antonino Pío (138-161). Adoptado por Adriano, prosiguió la política pacifista de su predecesor. Con él, se concluyeron las fortificaciones del limes y se reforzó el ejército con tropas auxiliares germanas.

     Marco Aurelio (161-180). Adoptado por Antonino, por consejo de Adriano, gobernó los primeros años con su medio-hermano adoptivo Lucio Vero. Muy joven, abrazó el estoicismo, por lo que se le conoce como “el emperador filósofo”. Luchó contra los partos en Asia, y contra los marcomanos y los cuados, en el Danubio. Para conmemorar las victorias sobre éstos se le erigió una columna similar a la de Trajano, y una estatua ecuestre de bronce, que sirvió de modelo a las que se erigieron a partir del Renacimiento, salvándose la fundición entonces porque se interpretó que el personaje a caballo era Constantino, de grato recuerdo para los cristianos. Con su hijo Cómodo, el trono imperial volvió a caer en las mayores abyecciones, recordando los peores momentos del reinado de Nerón.

Crisis del s. III

     Tras los dos siglos de paz y prosperidad que vivió el Imperio romano a la muerte de Augusto, en el último tercio del s. II comenzó a dar signos de debilidad, motivada, sobre todo, por la presión que empezaron a ejercer en el limes algunas tribus germanas, empujadas, a su vez, por otras también germanas de la parte oriental. Dicha presión implicó un aumento de los efectivos militares y éste, a su vez, originó una gran presión fiscal para atender los gastos del ejército y de la burocracia, lo cual conllevó un alza de precios, inflación, etc.

     Después del asesinato del último emperador de la dinastía de los Severos, Alejandro Severo, la citada crisis se agudizó en todos los aspectos, debido a los asaltos bárbaros que se recrudecieron en varios frentes, incluido el oriental, y a la casi continua anarquía militar que vivió el Imperio entre 235 y 284. (Una idea de esto nos la da el hecho de que de los 14 emperadores que tuvo Roma en ese espacio de tiempo, 8 fueron asesinados). A todo esto habría que añadir que el limes continuaba siendo defendido entonces con una cobertura que se había mostrado suficiente durante la Pax Romana, pero que ahora resultaba totalmente insuficiente. Así las cosas, aunque en algunas ocasiones se consiguió derrotar a los bárbaros o controlarlos, comprando su retirada o pagándoles por que no cruzaran  el  limes  o  instalándolos cerca de él para que sirvieran de contención a otras hordas bárbaras, en otras, pudieron rebasarlo fácilmente.

     Con relación a la economía, las invasiones, las guerras civiles y la reaparición del bandidaje motivaron que aquélla tendiera a regionalizarse y a basarse en el trueque ante la escasez de moneda buena, hasta el extremo de que el propio Estado generalizó, a media- dos del s. III, los impuestos y la paga de los funcionarios en especie. Para la supervivencia, pues, del Imperio, era vital que los habitantes de las ciudades y los rurales cumplieran con sus obligaciones fiscales, lo que se quiso asegurar haciendo a los miembros de las curias o senados municipales responsables de la recaudación de los impuestos, de los cuales debían responder con sus propios bienes.

     Debido a esto, muchos curiales, para eludir sus responsabilidades fiscales, se refugiaron en sus dominios del campo, los cuales se vieron incesantemente ampliados con las tierras de los pequeños agricultores que se acogían al patrocinio de dichos dominios. Así, las ciudades dejaron de ser organismos primordiales en la vida del Imperio e iniciaron a partir del s. III su decadencia, si bien la vida urbana subsistiría aún un tiempo al abrigo de las murallas de las que se dota a aquéllas en esta época para evitar los saqueos. A finales del s. III se apreció una notable recuperación del Imperio, en parte, por la acción de los emperadores de origen ilirio, sobre todo de Diocleciano y, más tarde, por la de Constantino, y, en parte, también, por el relajamiento que se produjo entonces en la presión de los bárbaros sobre el limes.

El Imperio romano en el s. III d. C.

4.2. Dominado o Bajo Imperio (284 – 476)

Valerio Diocleciano (284 – 305).

     Con Diocleciano, el Imperio se convierte en una monarquía absoluta y burocrática. El Emperador, llamado “Dominus Noster” (“Nuestro Señor”), lleva diadema, distintivo de la realeza, y adopta en su corte la pompa y el lujo de los reyes sasánidas. Considerado de carácter sagrado, a él solo se puede acceder mediante la prosternación y besándole el bajo de su manto. A partir de él, en las monedas imperiales suelen figurar las iniciales de los adjetivos Pius (piadoso) y Felix (afortunado). Diocleciano no creó el Dominado, pero consolidó sus signos externos y su ideología; de ahí, que este comience con él. Cuando Diocleciano llegó al poder, inició una serie de reformas encaminadas a fortalecer un Imperio que se desmoronaba. Así, para asegurar la permanencia del poder imperial, su eficacia y su unidad, ideó un gobierno conjunto, llamado Tetrarquía, de cuatro emperadores, dos Augustos y dos Césares, cada uno de los cuales controlaría una parte del Imperio, lo que posibilitaría una mejor defensa de este ante el ataque de los bárbaros. Para ello, las cuatro residencias imperia les fueron fijadas en Tréveris, Milán, Sirmio y Nicomedi. Así mismo, para asegurar el limes, Diocleciano decidió construir  nuevas fortificaciones a uno y otro lado del mismo e instalar cerca de él tropas de contención y de choque integradas, en una  proporción bastante alta, por solda dos germanos, a los que se consideraba más aptos para luchar con los otros bárbaros y menos propensos a sublevarse contra la autoridad del emperador legítimo. A partir de entonces, la barbarización del ejército se intensificaría de forma notable

      Diocleciano duplicó también el número de provincias y creó las diócesis, como unidades administrativas  más amplias, y las prefecturas. La diócesis de Hispania, por ejemplo, pasó a tener seis provincias y dependía de la prefectura de las Galias. Finalmente,  para hacer frente a los crecientes gastos  de la Administración y del ejército, realizó una importante reforma monetaria y creó un sistema fiscal más objetivo y seguro. En esta línea, para asegurar una producción mínima y el cumplimiento de los deberes fiscales, el Estado convirtió las profesiones útiles al Imperio en obligatorias y hereditarias y recurrió a adscribir al campesino a la tierra (colonato).

Disolución de la tetrarquía.

     La tetrarquía funcionó sin problemas una sola vez. En  efecto, después de abdicar, en 305, como se había previsto, los dos primeros Augustos (Diocleciano y Maximiano), para que les sucedieran sus respectivos Césares (Galerio y Constancio Cloro), y estos, a su vez, como Augustos nombraran a los nuevos Césares, se abrió un período de guerras civiles entre los aspirantes a desempeñar dichos cargos, el cual se prolongó hasta 224, en que Constantino se convirtió en soberano único. 

Constantino I el Grande (306 – 337).

     De la actuación política de Constantino, un hecho de singular importancia, por la gran influencia que ejercería después el cristianismo en nuestra civilización occidental, fue la promulgación del Edicto de Milán, en el año 313, por el que se concedió a los cristianos la libertad de practicar libremente su culto. Dicho cambio de actitud hacia los cristianos se debió, según una tradición piadosa, a que Constantino había obtenido la victoria sobre su rival Magencio por haber colocado en sus estandartes el signo de los cristianos, tal como le indicara un ángel en sueños. Algunos autores, en cambio, ven en él un acto político, señalando que Constantino pretendió entonces aprovechar la fuerza y cohesión del cristianismo a favor de la unidad del Imperio y de su idea autocrática de gobierno.  Esto explicaría que, para asegurar dicha cohesión y acabar con las disputas que dividían entonces a los cristianos, convocara y presidiera el Concilio de Nicea (325), en el que se condenó la doctrina de Arrio, que defendía que Cristo era un ser intermedio entre Dios y el hombre,  y se consagró la de Atanasio, que decía que Cristo era de la misma naturaleza que aquel.

     Otra gran medida de Constantino fue trasladar, en 330, la capital del Imperio a la antigua colonia griega de Bizancio (actual Estambul) -a la que él denominó Nueva Roma y después fue llamada Constantinopla o Ciudad de Constantino-, al  considerar  que estaba mejor situada para vigilar las fronteras más amenazadas del Imperio (la del Danubio y la de los partos), y no tenía los lastres de la vieja Roma pagana

    En el aspecto económico, persistió el dirigismo estatal iniciado con Diocleciano. Así mismo, las reformas constitucionales y administrativas de Constantino (que ya no sufrirían grandes cambios hasta la caída del Imperio Romano de Occidente) fueron un complemento de la obra reformadora de Diocleciano.

Constantino I el Grande s. IV.

Los sucesores de Constantino  (337- 363).

     Constantino I nombró sucesores a sus hijos Constantino II, Constante y Constancio II y a dos de sus sobrinos, con la intención de que cada uno de ellos se cuidara de la defensa de una parte del Imperio. Los sobrinos fueron asesinados pronto, y, posteriormente, lo sería también Constantino II, cuando atacaba a Constante (340). Este, a su vez, murió en la sublevación del general de origen franco/germano Magnencio, que se había proclamado a sí mismo emperador y se  llegó a convertir en dueño de Italia. Derrotado, sin embargo, por Constancio en Mursa, abandonado por los suyos se suicidó. 

     Entonces quedó como único emperador Constancio II, que asoció a su primo Constancio Gallo, al que hizo asesinar después por sus crueldades y abusos de poder, y, luego, a Juliano, también  primo suyo, al que le confió el mando de la Galia.  Juliano mostró grandes dotes de gobernante e intentó devolver al paganismo su perdida hegemonía, por lo que recibió el apelativo de “el Apóstata”. Movido por sus tropas, se enfrentó a Constancio II (360), y, al morir este por enfermedad, quedó como emperador único. Tres años después, murió él también.

Recrudecimiento de las invasiones bárbaras.

     A la muerte de Juliano, la defensa del limes se volvió a convertir en el problema esencial del Imperio por la presión que ejercieron sobre él diversos pueblos germanos, empujados, en su mayor parte, por los hunos, los cuales, procedentes de las estepas asiáticas, destrían todo cuanto encontraban a su paso. El pánico, en efecto, que causaron los hunos a los visigodos, después de destruir, en 375, el reino de sus hermanos de raza, los ostrogodos, les movió a solicitar ser admitidos dentro de las fronteras del Imperio. El emperador Valente accedió a ello y los instaló en 376 en la región de Mesia Inferior y de Tracia (actuales Rumanía y Bulgaria). Los visigodos, de esta manera, se convirtieron en los primeros “federados”, los cuales, a cambio de tierras donde establecerse, víveres y, en ocasiones, importantes cantidades de dinero, se comprometían a defender el limes de los ataques de otros pueblos bárbaros, combatiendo bajo las órdenes de sus propios jefes, los cuales recibían el título de magister militum. La explotación, sin embargo, a que fueron sometidos los visigodos por traficantes y funcionarios romanos  les  llevaría,  en el  año  378, a  sublevarse, venciendo a los romanos en la batalla de Adrianópolis, en la que perdió la vida el propio emperador Valente.

      En 382, el emperador Teodosio, después de derrolos, les permitió volver a  asentarse en la región de Mesia. La instalación de pueblos bárbaros dentro de las fronteras del Imperio, que a partir de entonces se fue generalizando, se debió a la necesidad que tenía Roma de disponer de tropas para defender el limes de las acometidas de otros pueblos invasores. A finales del s. IV, el propio ejército romano estaba integrado, en su mayor parte, por soldados bárbaros, y, en el s. V, algunos de sus mejores jefes fueron también de origen bárbaro. Las zonas en que se instalaron o fueron instalados en un principio los bárbaros, en calidad de federados, fueron las periféricas o las más difíciles de defender; después, otras también. En la mayoría de los casos, dicha instalación tuvo carácter de una verdadera ocupación, ya que muchos de los citados pueblos, tras ser asentados en alguna de las regiones del Imperio, intentaron aumentar el territorio adjudicado, dejando, incluso, de cumplir sus compromisos militares, y, al haber hecho de la guerra su medio de vida, no tuvieron reparos en prestar sus servicios al mejor oferente, siempre que esto fuera ventajoso para ellos.  

El Imperio Romano entre 280 y 450 d.C.

Flavio Teodosio I (379 – 395).

     Teodosio I, de origen español, pues nació en Coca (Segovia), fue hijo de uno de los generales del emperador Valentiniano I (364-375) también llamado Teodosio. Tras la muerte de Valente, hijo y sucesor de Valentiniano I, en la batalla de Adrianópolis (378),  su hermano Graciano, que gobernaba la parte occidental, nombró a Teodosio Augusto de la oriental por sus éxitos militares contra los bárbaros. El asesinato de Graciano, primero, y de Valentiniano II, después, por obra de usurpadores del poder en la parte occidental, le obligó a intervenir en ella. Eliminados estos, Teodosio unificó el Imperio por última vez, aunque de forma efímera, ya que murió al año siguiente.

     Teodosio, además de ser un gran emperador, es conocido por ser el verdadero fundador del Imperio cristiano. En efecto, a finales de su reinado, el cristianismo se convirtió en religión oficial del Estado, y los cultos de la religión tradicional romana fueron prohibidos y  perseguidos a  partir de  él, que  mostró también una gran beligerancia contra las sectas cristianas, sobre todo, el arrianismo. Con Teodosio, el poder político se puso al servicio del poder religioso, a lo que contribuyó poderosamente el obispo de Milán, Ambrosio, verdadero protagonista de esa época.  

     Antes de morir, Teodosio decidió dividir el Imperio entre sus hijos, Arcadio, de 18 años, y Honorio, de 11 años. Al primero le correspondió la parte oriental, conocida a partir de 491 como Imperio Bizantino, el cual se mantuvo en  pie hasta 1.453, en que su capital, Constantinopla, cayó en poder de los turcos; y Honorio recibió la parte occidental, que, a diferencia de la anterior, prosiguió su desmoronamiento, cayendo finalmente sesenta años después. Respecto a la forma de gobernar de uno y otro emperador, ambos se encerraron en sus cortes de Constantinopla y de Rávena, respectivamente, disfrutando del lujo y confort de las mismas, y abandonaron los asuntos públicos a las rivalidades de la camarilla cortesana y a las ambiciones de los jefes del ejército: Estilicón, Constancio, Aecio…

División del Imperio romano efectuada por Teodosio 395 d. C.

✓ Caída del Imperio Romano de Occidente.

    Respecto a los hechos históricos que precipitaron el desmembramiento del Imperio Romano de Occidente, o, cuando menos, explican la gran debilidad del mismo entonces, habría que señalar, como más importantes, los siguientes:

En tiempos de Honorio (395-423).

     Los visigodos, tras esquilmar Mesia Inferior, en donde estaban asentados, emprendieron, bajo el mando de Alarico (401-410), la búsqueda de nuevos territorios. Arcadio, emperador de la mitad oriental del Imperio, se “libró” de ellos estableciéndolos en el Illyricum (actual Croacia); pero, como esta región era más agreste y pobre que la que habían dejado, se lanzaron sobre Italia, en donde fueron derrotados por Estilicón, que había retirado buena parte de las legiones del limes para defenderla. Aprovechándose de la citada desguarnición del limes, un ejército de ostrogodos, empujado por los  hunos y dirigido por Radagaiso, invadió en 404 la Italia septentrional y sembró el pánico en ella hasta que Estilicón acabó con él. Honorio, sin embargo, sintiéndose poco seguro en Milán, en donde tenía la corte, trasladó ésta a Rávena, ya que las especiales características del terreno en el que estaba enclavada hacían más difícil el acceso a ella por tierra y por mar.   

     En el año 406, vándalos, suevos y alanos, empujados también por los hunos, cruzaron en Nochevieja el Rin, helado en aquella ocasión, y, tras superar la débil oposición de los francos, que, a su vez, lo habían cruzado antes y eran los responsables de su seguridad como federados, atravesaron las Galias y, en el año 409, pasaron a Hispania, en donde, dos años después, quedaron instalados así: los suevos, en Galecia; los vándalos, en la Bética; y los alanos, en la Lusitania y la Cartaginense.

     La situación de las legiones en Britania era tan precaria, que en 407 eligieron emperador a Constantino III, el cual pasó todas sus tropas a las Galias, dejando aquélla abandonada a su suerte. En 408, Estilicón, que estaba proyectando una expedición a las Galias para enfrentarse al  usurpador Constantino III, fue asesinado por orden de Honorio por intrigas palaciegas, lo cual fue aprovechado por  Alarico para  volver a  invadir Italia, llegando incluso a saquear Roma durante tres días en el año 410. En dicho saqueo, hizo rehén también a Gala Placidia, hermana del emperador Honorio. Después avanzó hacia el sur de Italia, pues, según se cree, quería conquistar el norte de África. No lo consiguió, ya que murió poco después.

    Muerto Alarico, su política fue seguida por su cuñado Ataúlfo, que, al no poder cruzar, como su predecesor, el ejército al norte de África, se dirigió a la Galia, en donde se apoderó de Narbona, Tolosa y Burdeos. Convencido después por Constancio, que había reemplazado a Estilicón, para que marchara a Hispania a combatir a los invasores bárbaros (suevos, vándalos y alanos), se dirigió a la Tarraconense, estableciendo su corte en Barcelona, en donde nació su hijo Teodosio, habido con Gala Placidia, con la que se había casado en 414, el cual murió pocos meses después. Asesinado Ataúlfo (415) por personas de su entorno, por su política de entendimiento con Roma,  y su sucesor Sigerico, siete días después, Valia consiguió someter a los alanos y arrinconar a los suevos y vándalos. Constancio, sin embargo, pensando que unos visigodos victoriosos podían ser más peligrosos que los propios pueblos a los que estaban combatiendo, llamó a Valia a la Galia, en donde le pemitió fundar, en 419, el denominado Reino visigodo de Tolosa, al haber sido elegida esta ciudad como capital. Así, los visigodos lograron un asentamiento estable en el SO de la Galia, tras peregrinar cuarenta años por las provincias romanas, desde los Balcanes a Hispania.

     En tiempos de Eurico (466-484), dicho reino llegaba al río Loira, por el norte, y al Ródano, por el este, y comprendía también, aunque de forma menos efectiva, la mayor parte de  Hispania. Tras la muerte de Alarico II en 507 luchando contra los francos,  el reino visigodo se transformó ya en un reino exclusivamente hispano.

En tiempos de Valentiniano III (423-455).

     El Imperio Romano mantuvo durante algún tiempo buenas relaciones con los hunos. Pero la situación cambió cuando Atila (441-453), tras hacerse con el poder de una amplia federación de tribus –hunos, ostrogodos, gépidos, hérulos, turingios, alanos…-, que entonces formaban ya un verdadero Estado, empezó a ejercer una política imperialista. El Imperio Romano mantuvo durante algún tiempo buenas relaciones con los hunos. Pero la situación cambió cuando Atila (441-453), después de hacerse con el poder de una amplia federación de tribus –hunos, ostrogodos, hérulos, turingios, alanos…-, que entonces formaban ya un verdadero Estado, empezó a  ejercer  una  política  imperialista. Primero, exigió al Imperio Bizantino un tributo muy superior al que venía pagando, por mantener el statu quo anterior, y  después se dirigió contra Occidente, al haberle negado Valentiniano III la mano de su hermana Honoria y la mitad del Imperio como dote. El enfrentamiento entre el ejército romano y el de los hunos tuvo lugar, en 451, en los Campos Cataláunicos (cerca de Troyes), en donde el general Aecio, con el apoyo de tropas visigodas y francas, obtuvo una gran victoria sobre Atila. Después de la derrota, Atila se retiró a Germania y, al año siguiente, invadió de nuevo Italia; pero, antes de entrar en Roma, firmó la paz con el papa León I. Su muerte, en 453, disipó la amenaza que los hunos habían hecho pesar sobre Europa durante más de medio siglo.        

     En 454, Aecio fue asesinado, víctima también de una conjura de palacio, y, al año siguiente, corrió Valentiniano III igual suerte, a manos de un patricio romano. Llamado por la viuda de Valentiniano III, Genserico -que,  en  423,  había abandonado Andalucía al  frente de los vándalos  y fundado en el norte de África el primer reino bárbaro independiente  en  territorio romano-,  desembarcó  en  Ostia con  su  escuadra, con la que venía  ejerciendo la piratería por el Mediterráneo, y sometió Roma  a un sistemático pillaje durante catorce días.   

     Después de la muerte de Valentiniano III, se sucedieron nueve emperadores, y, cuando sólo Italia, una parte de la Galia meridional y algunas provincias danubianas acataban la autoridad imperial, Odoacro, jefe de un ejército de federados instalado en Italia, depuso, el día 23 de agosto de 476, al último de ellos, Rómulo Augusto, al que sus contemporáneos llamaron Augústulo, pues, cuando asumió el poder, tenía dieciséis años. El pretexto que puso aquél para realizar dicha deposición fue que no habían recibido las tierras que se les había prometido. Destronado Augústulo, Odoacro mandó a Constantinopla las insignias imperiales y asumió el título de rey de Italia en nombre del emperador de Bizancio.

     El año 476 ha sido comúnmente aceptado, desde 1.761,  como la fecha en que da comienzo la  Edad Media.

Los reinos bárbaros (450 - 475 d. C.)
Los reinos bárbaros (450 – 475 d. C.)

5. LA ACCIÓN DE ROMA EN LA PENÍNSULA IBÉRICA

5.1. Hechos históricos más importantes.

✓ Expulsión de los cartagineses de España (218 – 206 a.C.)

     La llegada de los romanos a la Península Ibérica no se debió a ningún plan premeditado de conquista, sino al deseo de Roma de aislar a Aníbal de soldados, armas y dinero, tras conocer la intención de este de hacerles la guerra en la propia Italia. El primero en llegar a España fue Cneo Cornelio Escipión, el cual desembarcó en Ampurias, en 218 a.C., con dos legiones, y, al año siguiente, lo hizo su hermano Publio Cornelio Escipión, en Tarragona, a la que convirtieron ambos en la base principal de sus operaciones. El avance del ejército romano en los primeros años fue lento, pero no así entre 214 y 211 a. C., consiguiendo llegar sin mucha oposición a tierras de Andalucía, en donde los dos Escipiones fueron derrotados y muertos en 211 a. C por los cartagineses: Publio, en Cástulo (Jaén), y Cneo, en Ilorci (Segura de la Sierra?).

     Al año siguiente, fue enviado a España P. Cornelio Escipión (hijo), quien, en un ataque audaz e inesperado por tierra y por mar, tomó Cartagena (209 a. C.), la cual era un gran almacén de equipamiento militar y la base naval más importante de los cartagineses en España. La liberación, por otra parte, de trecientos rehenes que había en ella le granjeó la simpatía y la colaboración de muchas poblaciones indígeneas. Después de esto, le resultó relativamente fácil conquistar las ciudades del Guadalquivir. La definitiva expulsión de los cartagineses de la Península Ibérica se produjo en el año 206 a. C., en el que la vieja Gádir de los fenicios (actual Cádiz), le abrió sus puertas sin ofrecer resistencia alguna. Roma, así, pasó a ser la dueña indiscutible de todo el sur de la Península Ibérica al este del Guadalquivir hasta Cartagena, la franja costera que desde Cartagena llegaba a Sagunto y casi todas las tierras del valle bajo del Ebro.

Publio Cornelio Escipión
“El Africano”.

Expansión hacia las tierras del interior (206 – 134 a.C.)

     Expulsados los cartagineses de España, los romanos decidieron permanecer en ella y ampliar sus conquistas hacia el interior en busca de nuevos recursos para explotar y de fronteras cada vez  más seguras. Los abusos, sin embargo, de la mayor parte de los  gobernadores  que  Roma  envió entonces  a Hispania  y la expoliación a que fueron sometidas las tribus que la habitaban provocó que estas respondieran casi siempre con las armas, causando graves derrotas a las mismas, sobre todo por parte de los lusitanos y los celtíberos. La guerra contra los lusitanos, entre 155 y 139 a. C., estuvo motivada por las incursiones que amplios sectores de su población, marginados en las tierras más pobres de las montañas, realizaban en las ricas tierras del sur de Hispania, ahora bajo dominio romano. Durante esos años, las tribus lusitanas consiguieron sorprender y derrotar en repetidas ocasiones a los romanos, especialmente cuando Viriato, pastor, bandolero y experto en la guerra de guerrillas, se puso al frente de las mismas (147 a.C.). Con la muerte de este (139 a. C.), sin embargo, a manos de sus lugartenientes, sobornados muy proba- blemente por el cónsul Cepión (que después se negó a recompensar a los asesinos, diciendoles: “Roma nunca paga a los traidores”), finalizó la última resistencia organizada de los lusitanos contra las tropas romanas.

     El otro bloque indígena que infligió serias derrotas a los romanos en Hispania, por la misma época que los lusitanos, fueron los celtíberos de la Meseta, los cuales, superadas las primitivas formas de organización gentilicia, habían pasado al agrupamiento organizado en torno a la ciudad de Numancia, capital de los arévacos. El ejército romano, después de tomar las ciudades más importantes de los vacceos (Coca, Palencia, etc.), atacó Numancia, la cual consiguió resistir durante ochos años por la incompetencia, sobre todo, de los generales romanos. Al fin, Roma envió allí a P. Cornelio Escipión Emiliano, el destructor de Cartago en 146 a.C., quien la sometió a un duro asedio, obligándola a rendirse ocho meses después (134 a.C.). La mayoría, sin embargo, de los sitiados optaron por darse muerte antes de caer en manos de los romanos, lo que hizo que Numancia se convirtiera después en el símbolo de la resistencia  heroica de los hispanos al invasor. Después de las guerras contra los lusitanos y los celtíberos, solo los galaicos, de la actual Galicia, astures y cantabros se mantenían libres. Y, en el año 123 a. C., el cónsul C. Cecilio Metelo conquistó las islas Baleares. 

Eco en Hispania de las luchas por alcanzar el poder en Roma (s. I a.C.)

  • Guerra de Sertorio. En el último tercio del siglo I a. C., Hispania se vio involucrada en las luchas que se suscitaron en Roma por el poder, un episodio de las cuales fue la Guerra de Sertorio (82 -72 a. C.), el cual, huido de Roma, organizó en ella la resistencia a la dictadura de Sila apoyado por diversas tribus del noreste, haciendo de Osca (Huesca) su base de operaciones, a la que intentó convertir en una “pequeña Roma”. Durante ocho años, Sertorio resistió a los generales que Roma envió para someterlo; pero, al final, traicionado por algunos de sus oficiales, fue vencido por Pompeyo y asesinado después (72 a. C.).

  • Otro episodio de las citadas luchas fue la Guerra contra los partidarios de Pompeyo (49-44 a. C.). (Ver Pompeyo más arriba)

  • Guerra contra los cántabros, galaicos y astures (29-19 a. C.). Con esta guerra, que se inició en el año 29 a. C., Roma se proponía terminar con los últimos focos de resistencia de las tribus del norte de la Península Ibérica que aún no habían sido sometidas: cántabros, astures, galaicos, etc., lo cual le permitiría proteger a los habitantes de los territorios de la Meseta colindantes de las incursiones de saqueo que realzaban dichas tribus en ellos desde las montañas, y, así mismo, pasar a controlar enteramente el rico distrito minero del noroeste y establecer en Hispania unas fronteras naturales y seguras. Dada la importancia de la empresa y conocida la bravura de los citados pueblos, Roma concentró allí más de 70.000 soldados. El propio Augusto dirigió (26-25 a. C.) alguna campaña contra los cántabros, que fueron los que mostraron mayor resistencia a la ocupación romana. La guerra se prolongó durante diez años y terminó cuando Agripa, brazo derecho de Augusto, sofocó el último levantamiento cántabro en el año 19 a. C. Con ello, Roma dio por concluida la total anexión de la Península Ibérica.

Conquista de la península Ibérica por Roma (218 -19 a. C.)

Hispania durante el Imperio (27 a.C.-  456)

     En los siglos I y II, las ciudades hispanas vivieron una etapa  bastante próspera en todos los aspectos, debido a la Pax romana. En el s. III, sin embargo, coincidiendo con la crisis generalizada del  Imperio, iniciaron su decadencia,  la  cual se agudizó al ser  invadida  Hispania, en 409,  por  los suevos, vándalos y  alanos. El año 416, llegaron también a ella los visigodos, en calidad de federados de los  romanos,  para  expulsar a los invasores bárbaros. Después Roma les permitió fundar el Reino de Tolosa, en la Galia, que, en tiempos de Eurico (466-484), abarcaba toda la Aquitania, y, de forma menos efectiva, la Tarraconense, en Hispania. Tras la muerte de Alarico II (507), luchando contra los francos, el reino visigodo se transformó en un reino puramente hispano, el cual estableció su capital, primero, en Mérida (549-554) y, luego, en Toledo.

5.2. Organización político – administrativa de Hispania. 

Las provincias.

  • En el año 197 a. C., Roma dividió el territorio conquistado en Hispania hasta ese momento en dos provincias: Citerior, cuya capital fue Cartago Nova (Cartagena), y Ulterior, con su capital en Corduba (Córdoba), situándose el límite de ambas al sur  de Cartagena, posiblemente en el río Mazarrón. El límite noroccidental de la Ulterior era el río Guadalquivir. La Citerior, en cambio, tenía una frontera más imprecisa: abarcaba la franja costera levantina, la cual se ensanchaba por el norte comprendiendo tierras del bajo Ebro y de la actual Cataluña. Al frente de cada una de dichas provincias, había un pretor, que tenía el mando militar sobre una legión. 

Primera división administrativa de Hispania (197 a.C.)

  • En el año 27 a. C., Augusto reestructuró la división anterior creando las provincias siguientes: Tarraconensis, con su capital en Tarraco (Tarragona), Baetica, con su capital en Corduba (Córdoba), y Lusitania, cuya capital fue Emerita Augusta (Mérida). La Bética era una provincia senatorial, cuyo gobierno correspondía, por lo mismo, a un procónsul, que lo ostentaba durante un año, y era ayudado por un cuestor; a su vez, la Tarraconense y la Lusitania, menos ricas y romanizadas, requerían la presencia de tropas  y su gobierno se confiaba a un lagatus Augusti pro praetore, que se mantenía en el cargo entre tres y cinco años.

División administrativa en época de Augusto
  • Diocleciano  (284-305) hizo  de  Hispania una de las trece Diócesis en que quedaba dividido el Imperio, la cual tenía como capital Emerita Augusta (Mérida) y estaba integrada por seis provincias: Tarraconensis, Carthaginensis, Baetica, Lusitania, Gallaecia-Asturica y Mauritania Tingitana, cuya capital era Tingis (Tánger). A su vez, Constantino I (272-337) creó las Prefecturas -Oriente, Italia y las Galias- como unidades administrativas superiores, pasando a depender la Diócesis de Hispania de la Prefectura de las Galias. Finalmente, el año 385, en tiempos de Teodosio I, la Balearica constituyó una nueva provincia, dependiente de la Diócesis de Hispania.

División administrativa con Diocleciano

Los conventus jurídicos:

     Los “conventos jurídicos” fueron circunscripciones  territoriales (14, en total: 7 en la Tarraconense; 4 en la Bética y 3 en la Lusitania), creadas por Roma desde el s. I d. C. como unidades administrativas intermedias entre las provincias y las ciudades, a cuyas capitales acudían los gobernadores de provincia con su séquito una vez al año, fundamentalmente para impartir justicia.

Las ciudades:

  • Colonias: Creadas para asentar en ellas a ciudadanos ítalo-romanos (colonias civiles) o a soldados licenciados del ejército (colonias militares), gozaron, por lo mismo, de un estatus privilegiado.

  • Municipios: En  los  comienzos del  Imperio, los municipios diferían, en parte, de las colonias en su organización interna; sin embargo, la tendencia que se produjo hacia la igualación de estatutos hizo que, en el s. II a. C., apenas existieran diferencias entre ambos.

  • Ciudades federadas y ciudades libres inmunes:  Eran autónomas en la  gestión de su política interior, al haber firmado un pacto (foedus) con Roma, y no pagaban impuestos. Este fue, por ejemplo, el caso de Saguntum y de Gades. En política exterior, sin embargo, dependían de Roma. Su número en Hispania fue muy reducido.

  • Ciudades estipendiarias: Conservaban su  organización administrativa, su sistema jurídico y el derecho a la propiedad; pero, al haber sido sometidas por las armas, debían pagar a Roma un tributo (stipendium): el 6%, generalmente, de la producción. Pertenecían a este tipo la mayoría de las ciudades de Hispania.

     En el año 70, el emperador Vespasiano concedió a estas el derecho latino aunque algunos autores ponen en duda que todas las ciudades hispanas pasaran a ser municipios de derecho latino en fecha tan temprana. Sea como fuere, esto evidenciaría que el proceso de romanización se encontraba en ella entonces muy avanzado y que la extensión de los derechos de municipio a las “ciudades” indígenas de Hispania fue paralelo al proceso de romanización de las mismas. En el año 212, el emperador Caracalla concedió el derecho de ciudadanía a todos los habitantes libres del Imperio, por motivos recaudatorios fundamentalmente, lo cual contribuyó a romper las diferencias entre Italia y las provincias y a unificar los estatutos sociales.

5.3. Explotaciones más importantes de Roma en Hispania.

Sector agrario.

     En la Península Ibérica se cosechaban grandes cantidades de cereales (trigo, sobre todo, y cebada), especialmente en la Bética y en Tierra de Campos (Palencia). Por ello, Hispania fue, tras su conquista, uno de los grandes abastecedores de trigo a Roma, junto con Egipto y el norte de  África. Con relación a la vid, su cultivo debió de extenderse por gran parte de la misma. Los vinos hispanos más apreciados fueron los de la zona de Barcelona y de Tarragona, y los gaditanos. Respecto al olivo, se cultivaba, sobre todo, en la Bética: El 80% de las ánforas de aceite usadas dejadas en una explanada cerca del puerto de Roma en el Tíber, que se convertiría en el “Monte Testaccio”, proceden de allí.

El garum.

     La salsa garum era muy apreciada, y se obtenía introduciendo en grandes ánforas hundidas en la tierra hierbas aromáticas y vísceras y trozos de pescado, a los que se dejaba macerar con sal durante uno o dos meses. A su vez, la salazón de pescado se realizaba echando los peces más grandes, limpios y troceados, en piletas de tamaños variados, en donde permanecían cubiertas de sal el tiempo preciso. La mayoría de las factorías de salazones de pescado y de garum de la Península Ibérica se levantaron en la franja costera comprendida entre Cartagena y Setúbal (Portugal).

Factoría de garum y salazón de pescado. Almuñécar (Granada)

Sector minero.

     Los cartagineses y los propios indígenas iniciaron la extracción de minerales en los yacimientos más importantes de la Península Ibérica. Dada la rentabalidad de los mismos, Roma continuó su explotación (reservándose el Estado la de los más rentables), extrayendo: oro, en el gran distrito minero del noroeste, principalmente; plata, sobre todo en la zona de Cartagena, en donde trabajaban cerca de 40.000 esclavos; cobre, en las minas de Riotinto (Huelva); hierro, en la zona de Cantabria y del País Vasco; y, en una amplia zona del entorno de Segóbriga, speculum (espejuelo), usado principalmente en las ventanas a modo de cristal.  

5.4. Romanización de Hispania.

Definición de Romanización.

     La  Romanización  fue el  lento y  desigual proceso mediante el cual los pueblos conquistados por los romanos adoptaron sus costumbres, su lengua y su cultura, así como sus estructuras económicas, sociales y políticas. Por lo que respecta a Hispania, las zonas conquistadas primero (costa mediterránea y actual Andalucía), fueron las que se romanizaron antes; la Meseta, en cambio, lo hizo con mayor lentitud y menos intensidad, y el Norte, conquistado muy tarde, se romanizó muy poco.

Factores más importantes de Romanización

  • La Lengua latina. El latín  vulgar  -hablado  por los soldados y los cobradores de impuestos y hombres de negocios, en general-, fue, sin duda, el principal instrumento de romanización y de cohesión de Hispania. Su uso se debió de imponer lentamente, primero, entre los indígenas de las ciudades y, con más retraso, entre las masas rurales. Así, las hablas indígenas, refugiadas en la conversación familiar, terminarían por desaparecer, salvo en las regiones poco romanizadas, en las que se siguieron hablando a nivel privado hasta finales de la Edad Antigua. El latín fue pronto de uso corriente en la Bética, en donde, como atestigua Estrabón, a finales de la República los turdetanos hablaban casi exclusivamente latín, olvidada su lengua nativa. Por esto, no es de extrañar que las intervenciones, en la Curia romana, del acaudalado gaditano Cornelio Balbo, al que invitó César a irse con él  a Roma, en donde llegó a ser Senador, fueran en un correcto latín, aunque con un acento de su tierra que hacía sonreír a  los demás senadores.   

  • Las ciudades. También estas, a las que se procuró embellecer y dotar de espléndidos edificios públicos y de magníficos servicios, a partir de Augusto, se convirtieron en importantes focos de irradiación de la vida cultural y material romana entre los indígenas que residían en ellas y entre los que vivían en las aldeas o caseríos de su entorno, los cuales las visitarían para vender allí sus productos o para asistir a los espectáculos organizados en las mismas. 

  • Los publicanos y  los  hombres de  negocios.   Procedían de Italia, y debieron de establecerse en Hispania en número cada vez mayor, algunos, transtoriamente, pero otros, de forma definitiva, lo cual facilitaría la difusión, entre los nativos de las ciudades en donde residieran, de las formas de organización del trabajo, tipos de transacciones comerciales, lengua y modos de vida romanos.

  • El ejército. Los  asentamientos  militares ejerciecieron igualmente una labor romanizadora importante, a través de los cuarteles de invierno en territorio pacificado, a donde eran llevados los soldados para invernar, o mediante los campamentos permanentes, levantados para seguir controlando alguna zona conflictiva después de su conquista. En ambos casos, los contactos de los soldados con los nativos debieron de ser fluidos, lo que facilitaría la asimilación poco a poco, por parte de éstos, de la lengua y de las formas de vida de los romanos. En todo el Norte peninsular, en donde se crearon pocas colonias y municipios, los campamentos permanentes levantados allí y las explotaciones mineras fueron prácticamente las únicas vías de romanización para los habitantes de la zona. Otra vía, más directa que la anterior, fueron los soldados ítaloromanos licenciados, muchos de los cuales optaban entonces por emprender una vida civil con nativas en suelo hispano, convirtiéndose así, al igual que los indígenas que habían servido en las legiones y recibían por ello la ciudadanía romana, en los mejores difusores de la lengua y de las costumbre romanas en su ámbito familiar y local.

  • Las calzadas. Construidas para transportar más fácilmente las legiones, pronto se convirtieron, al llegar a los puntos más remotos, en otro excelente medio de romanización y de difusión de las ideas políticas, sociales y religiosas romanas.

Calzadas romanas en Hispania. Fuente: Pinterest.es

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